lunes, 17 de diciembre de 2012

Condenados

Tú y yo lo fuimos desde el principio.
Una puta causa perdida, de esas en las que te dejas la piel solo por el afán masoquista de perder hasta las ganas de seguir latiendo.
En mi caso, me dejé la piel, el orgullo, las sonrisas y un montón de dinero en tabaco y Ballantines que bien podría haber invertido en comprar un billete a la India y escapar de ti.
Excepto que no quería irme a ninguna parte.
Lo primero que pensé cuando te vi ahí plantada esperando al autobús en pleno enero, fue que la vida tenía que ser muy perra para que tú estuvieras ahí pasando frío con la de espacio que había en mi cama para ti.
Y luego vino todo lo demás. Tu nombre y el mío grabados en los lavabos del cine. Un par de tazas de café negro, como nuestro futuro. La marca de tus dedos en mi mejilla una media de dos veces por semana, cada vez que te decía lo plano que era tu pecho.
Porque nos gustaba demasiado hacernos daño, pero al mismo tiempo seríamos capaces de tirarlo todo solo por no hacernos sufrir.
Las causas perdidas es lo que tienen. Huelen a fracaso. Saben a derrota. Duelen con locura.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

De cada gramo de tu maquillaje


Ella siempre ha sido muy suya. Y con “muy suya”, sé lo que me digo.  Independiente y autosuficiente. ¿Rendir cuentas? Solo ante sí misma. ¿Deber fidelidad? Solo a sus propios ideales. Ella se pertenece a sí misma y a nadie más. No quiere ser la novia de nadie, ni la mujer de alguien.  Ni quiere, ni lo necesita.
Yo eso lo supe nada más conocerla. Supe que de ahí saldría escaldado y con un montón de recuerdos por quemar, pero no pude evitar meterme en la boca del lobo.
Porque aquella vez, la boca del lobo tenía las piernas largas y esbeltas y una sonrisa que escondía tantos secretos como alegrías en el filo izquierdo.
Apenas necesitó de sus artes de seducción para meterse en mi casa y en mi cama. Y, aunque duela admitirlo, tampoco le costó mucho esfuerzo meterse en mi cabeza.
Era tan estúpidamente insoportable que al mismo tiempo se hacía imprescindible. Tenía más manías que un viejo, y más vicios que un drogodependiente. Pero también tenía más energía que un niño y más formas de moverse que Elvis Presley.
Poco a poco, me fui dando cuenta de que ella iba arrancando pedacitos de mí, de mis historias, de mis deseos, y que yo de ella no tenía nada. Si acaso un par de barras de labios en el mueble del baño y un jersey verde para lavar. Me di cuenta de que yo empezaba a necesitarla, y que ella…bueno, de que ella necesitaba un sitio donde quedarse y alguien que le preparara el café para desayunar.
No sé cuánto tiempo se quedó, ni siquiera sé por qué vino, ni mucho menos por qué se fue. Un día, llegué a casa después de trabajar y ni siquiera estaban ahí sus CDs de Russian Red. Y en  el lugar donde antes yo contemplaba  su reflejo en el espejo del cuarto de baño mientras se maquillaba, ahora solo había una marca de pintalabios rojo con la forma de uno de sus secretos.



miércoles, 26 de septiembre de 2012

"Hazme de todo menos falta"


Te vas. Me dejas. Lloro. Vuelves. Tus besos que saben a dinamita. Mis lágrimas que destilan temores. Tu voz. Amor para dos. ¿Vienes? Quédate. El olor de tu risa. El sonido de mi aliento. ¿Me quieres? No contestes. Amor con fecha de caducidad. Yogures más duraderos que lo nuestro. ¿Te importo? Tal vez tú a mí sí. Jerséis con olor a viernes. Libros con sabor a fresa. Suspiros. Te quiero a mi lado. Mentiras que se esconden bajo la almohada. Ilusiones revoloteando entre tulipanes negros. Si te vas, ¿qué quedará? Malas lenguas que nos condenan. Chocolate con sabor a sexo. Miedos escondidos tras las persianas. Y si te vas, ¿qué? Vete, a mí no me importa. Vino con rosas rojas. Naftalina con olor a vestidos. ¿Y si el mundo está al revés? Pinceles que dibujan en tu espalda. Lápices que me arañan la vida. Canciones con sueños entre líneas. Pentagramas con sangre entre silencios. ¿Y si me marcho yo? Niños con ganas de crecer. Adultos con ganas de ser niños. Y nosotros, que no sabemos ni lo que somos. Sudor con olor a despedida. Tomate con sabor a vodka. Estaciones que pasan demasiado rápido. Precipicios insalvables que nos apresan. Escondites entre mi espalda y tu tobillo. ¿Y qué hacemos cuando llegue el final? Gritos con sabor a sal. ¿Me quieres? Contesta ya. ¿Y si te vas? ¿Estás seguro? No te vayas, ven. Quédate. Puntos finales con tendencia a infinitos. Metro cuadrado para dos.

miércoles, 27 de junio de 2012

Imsomnio


Ella lo miró con los ojos llenos de lágrimas.
-¿Era esto lo que querías? -preguntó en un agudo grito tembloroso. -¿Eh? ¿Era esto lo que querías?
Él le mantuvo la mirada, intentando con todas sus fuerzas mantener la compostura, intentando con todas sus fuerzas no desvanecerse allí mismo como un muñeco desmadejado, llorando como un niño de pecho. “Tienes que resistir”, se dijo. “Piensa que lo estás haciendo por ella”.
-¡Vamos, no te quedes callado! -ella volvió a la carga. -¡Contesta, joder! ¡Contesta!
Se mantuvieron la mirada. La de ella, llena de dolor y de rabia. La de él, rayana en la más absoluta inexpresividad.
-Sí. -dijo, con una voz tan fría que se asustó. -Sí, es esto lo que quiero.
Ella se quedó allí, quieta, petrificada, rota, deshecha, derrotada. Ella se quedó allí y le miró durante lo que parecieron horas.
Y él, él simplemente permaneció allí, parado, inexpresivo, inaccesible. Él simplemente permaneció allí observando como aquella chica que era su vida lloraba mirándole a los ojos con algo cercano al odio en la mirada.
La barrera infranqueable de sus corazones destrozados se alzaba entre ellos, haciéndose más y más grande, obligándoles a retroceder. Y sin darse cuenta, se fueron alejando. Sin darse cuenta, él dio un paso atrás, y luego otro, y otro más. Con cada paso, el olor de ella iba quedándose más y más atrás hasta desaparecer. Con cada paso, los recuerdos de los momentos vividos juntos dolían como puñales. Con cada paso, el sonido de los sollozos de ella habría brechas. Con cada paso, la muerte parecía ir adueñándose de sus entrañas.
Y de repente, sintió que si seguía así moriría allí mismo. Y de repente, sintió una necesidad tan fuerte de ir hasta ella y estrecharla entre sus brazos que le tembló el corazón. Pero no podía, ya no. Ya no podía acercarse, ya no podía volver a acariciar aquellos indomables cabellos, ya no podía volver a escuchar aquella risa que tan buena sintonía hacía con la suya propia, ya no podía acariciar aquella blanca piel, ya no podía besar aquellos hermosos labios, ya no podía dibujar en aquella misteriosa espalda. Ya no podía. Nunca más.
No lo soportó más.
Se dio la vuelta y echó a correr tan rápido como pudo, dejándose atrás, el alma, la calma y las ganas de vivir.
Y ella, tan bonita, tan perfecta, tan indefensa, se quedó allí, sin fuerzas para nada más. Sin fuerzas para llorar, ni siquiera para sostenerse.
El tiempo, ese elemento tan traicionero, tan preciso e impreciso al mismo tiempo, se apiadó de ella en aquella ocasión. Tras solo unos minutos, se armó de fuerzas para levantarse y caminar hasta su casa. Buscó en alguna que otra botella un poquito de apoyo incondicional, y se refugió en aquel rincón de su habitación en el que hicieron el amor la noche que Peter Pan decidió que era momento de abandonar el País de Nunca Jamás y convertirse en un adulto junto con Wendy. El Jack Daniels tenía una noche tonta y fue un poco traicionero, no siendo todo lo devastador que podía llegar a ser. Así que ella se quedó allí sentada, con la botella en la mano izquierda y un mechero sin gas en la derecha, uno de esos con dibujos de sevillanas que se compran en cualquier tienda de la Plaza Mayor.
El mechero se había quedado sin llama, igual que ella.

Irracional


Hoy he ido por Madrid recolectando todos aquellos trocitos de nosotros que nos fuimos dejando olvidados por ahí en estos últimos años. Me he encontrado tu sonrisa de los viernes detrás de una esquina de la calle Bailén, y el sonido ronco de tu voz mañanera en el cruce entre O’Donnel y Menéndez Pelayo. Aún huele a tus caramelos de café en el fotomatón de estación de metro de Alonso Martínez, y si buscas con empeño aun puedes encontrar el olor a nuestros besos de niños entre las páginas polvorientas de algún libro de la Biblioteca Nacional. Tus preguntas sin respuesta se han mezclado con las migajas que alimentan a las palomas de Plaza España, y las historias que acostumbrabas a contarme saltan sobre mí cada vez que pongo un pie en el autobús número 6, aquel que nos llevaba desde tu casa hasta Jacinto Benavente.  Los escalofríos que te recorrían cada vez que te rozaba el filo de la oreja izquierda están jugando al escondite con mis chicles de sandía en algún rincón del Retiro. Todos los “Te quiero” que nunca fui capaz de decirte aguardan tras una esquina de Fernando ‘El Católico’. El avión de papel que cubrimos de canciones está enredado entre las hojas de algún árbol de los Jardines de Sabatini. El dulzor de tus labios tras tus cafés vespertinos se ha refugiado en aquellas frases de “Casablanca” que tanto nos gustaba recitar en las noches de invierno. Las notas de aquel acorde que inventamos juntos han intentado colarse en alguna actuación del Circo Price, mientras que el sonido de nuestras voces cantando a los Beach Boys va de casting en casting a ver si saca un dinerillo extra. El billete de vuelta que no compraste se ha colado en mi capucha al pasar por delante de aquella tienda de fotografía que tanto nos gustaba frecuentar. El “asdfghjklñ” que tanto te gustaba incluir en tus mensajes cuando no sabías explicar lo que sentías se ha colado en una librería de Ramón y Cajal y está intentando hacer amigos nuevos, porque le hiciste mucho daño cuando lo dejaste ir. Yo, por mi parte, me he colado en cada garito, en cada pub, en cada tienda del centro de esta ciudad intentando encontrar el olor a té verde que desprendían tus mechones pelirrojos. En lugar de ello me he encontrado con un par de adivinanzas de esas que tanto te gustaban entre los labios de un cajero de la Fnac. Y con tu aliento en un sándwich del Rodilla. Y con el roce de tus dedos en alguna esquina de la plaza de la Independencia.
No te creas que todo esto te lo digo por algo, eh. Lo que no me he encontrado en ninguna esquina han sido las ganas de llorar. Y es que, aunque lo parezca, que quede claro que no te echo de menos.
Mis mentiras han salido una tras otra del buzón cuando he vuelto a casa. Las he recogido a toda prisa y las he metido dentro del cajón que te tengo reservado junto con el resto de trocitos. De ahí ya no se escaparán. De ahí ya no te escaparás.

domingo, 3 de junio de 2012

Como el aire que respiro



Las suposiciones siempre nos gustaron mucho a ti y a mí, un poquito más de la cuenta. Nos gustaba montarnos historias cuando el Jack Daniels dominaba nuestras mentes, tras haber dado un par de traguitos de más y habernos querido un poquito de menos. Tras un par de besos tontos y un viaje por tu espalda, empezaste el juego. Supusimos una noche en un restaurante caro, gastando un poquito más de dinero del que nos podíamos permitir, una vuelta en coche cantando las canciones más viejas de entre las viejas de los Rolling Stones, un frenazo tonto en el asfalto mojado y una carcajada histérica. Sin previo aviso, empezaríamos a gritar, echándonos en cara todas esas cosas que solo nosotros sabemos y que nunca debemos usar en nuestra contra, pero que sin embargo utilizamos siempre que nos enfadadmos un poquito más de lo normal. La cosa, como siempre, se nos iba un poquito de las manos, ya que puestos a suponer, ¿por qué no hacerlo a lo grande? Así pues, tras perder la cuenta de nuestros gritos, que se perdían entre las estrofas de Mick Jagger, yo me bajaría del coche llorando, tú bajarías también y correrías detrás de mí, nos besaríamos bajo la lluvia y…¡Joder!
Que te necesito conmigo.
Que, siendo del todo sinceros y sin suposiciones ni alcohol de por medio…tengo que reconocer que te quiero un poquito de más, y te lo demuestro un poquito de menos.

Malditas formas las tuyas

Siempre he sido ese tipo de persona a la que le gustan las cosas blancas o negras. O me lo dices todo de golpe, o no me dices nada. O la comida es muy dulce, o es muy salada. O me quieres, o no me quieres. O estás conmigo en todo momento, o desapareces por completo. Pero nada de irte dejando rastro a tus espaldas, negándome cualquier oportunidad de olvidarte.
Claro que tú nunca seguiste mis normas. Tú y tu maldita sonrisa diabólica siempre habéis ido por libre.
Tú y tu maldita forma de mirar.
Nunca voy a perdonarte por esto, ¿sabes? Nunca voy a perdonarte por marcharte dejando una caja de recuerdos bajo la cama, un par de álbumes de fotos sobre la mesa y un tocadiscos con la aguja mal templada tras de ti. Por dejar un par de jerséis de lana de los feos escondidos en la lavadora y una camiseta de esas que da vergüenza sacar a la calle y por eso se utiliza para dormir en el fondo del armario. Ah, y tu olor. Esa es la peor parte: nunca voy a perdonarte por dejar tu olor impregnado en cada recoveco de esta puñetera casa.
Tú y tu maldito aroma adictivo.
No puedo evitar dormir con la puñetera camiseta andrajosa todas las noches desde que te fuiste. ¿Por qué? Porque huele a ti. A ti y a aquella noche en la playa. A ti y a los besos. A ti y a las caricias. A ti, a ti, a ti. A ti y al momento en el que cruzamos la línea a partir de la cual todo va sin control y solo puede acabar mal. A ti y a las lágrimas saladas que tragué sin descanso después de saber que había perdido siete meses, cincuenta y ocho euros y todo mi orgullo en una relación falsa, en algo que no valía más que estas palabras que ahora te dedico. Huele a ti. Ojalá oliera a tus mentiras, así, sería fácil decir adiós.
Pero es que la camiseta parece que solo se acuerda de las cosas buenas.
Yo, por el contrario, las recuerdo todas; buenas y malas, de principio a fin.
Lo recuerdo todo, desde tú y tu maldita manía de presentarte a desconocidas en la playa, hasta tú y maldita forma de desaparecer.

Time back


No suelo pensar en ti, ni en los tiempos que pasábamos juntas. Normalmente no me paro a recordar las tardes de domingo en tu casa de jardín, escuchando Bob Marley y fumando porros, ni las noches de viernes hablando por teléfono hasta las tantas de la mañana. Tampoco suelo acordarme de los sábados encerradas en tu casa, revolviendo en el vestidor de tu madre y probándonos todo tipo de disfraces, ni de los veranos en mi casa de California. Ayer, sin embargo, me acordé de todo esto. También de las risas, el chocolate caliente y los churros y las vueltas por el centro comercial. Sí, ayer me acordé de ti. Ayer, cuando me crucé con “El Relojes”, que iba escuchando música con las manos en los bolsillos, sonreí para mis adentros. Fue como volver a tener quince años, volver a aquellos tiempos en los que matábamos los ratos muertos persiguiendo al Relojes por los pasillos del instituto, aquellos tiempos en los que hablábamos de él el 65% del tiempo aún sin saber nada más que su nombre. Fue como volver a ser tu amiga, tu mejor amiga.
Sí, ayer me crucé con el ex novio de mi ex mejor amiga.
Y no me saludó.

Blind

Recuerdo aquellos tiempos
en los que nuestras cabezas se encontraban
a medio metro del suelo
pero nuestros sueños volaban mucho mas allá.
Recuerdo aquellos tiempos
en los que me vendabas los ojos
y pasaba las horas tratando de alcanzarte,
ansiando sentir el roce de tu piel.
Recuerdo aquellos tiempos
en los que "tu" y "yo" eran igual a un "nosotros",
cuando no éramos una suma ocasional
sino algo indivisible.
Recuerdo aquel día en que, jugando por jugar,
me besaste con aquel aliento tuyo de limón y sal.
Hoy, sin embargo, me vendaste los ojos de nuevo
y te escapaste bailando con el viento.
Y yo, yo que te quise, yo que fui una parte del "nosotros",
yo que juré que siempre estaría contigo...
Yo no te supe encontrar.

Experimentos

Puede que fuera tu forma de mirar
-aquella que solo usabas los viernes a las cinco menos cuarto-
la que hacía que cambiara el color de mis mejillas.
Y es que cuando me mirabas de aquella manera tan intensa
algo hacía “crac” en mi interior.
Puede que fuera tu forma de decir todo lo que sentías
-o simplemente aquello que se te ocurriera sobre la marcha-
lo que conseguía dejarme siempre sin palabras.
Y es que cuando me decías que lo dejarías todo por mí
me daban ganas de gritar y correr y reír y bailar.
Puede que fuera tu forma de (no) besarme
-aquella que usabas los domingos cuando simplemente querías tenerme cerca-
la que me unía aún más a ti.
Y es que cuando simplemente me rodeabas con tus brazos
todo se sentía como estar en casa.
Puede que fuera tu manera de hacerme siempre feliz,
tu manera de necesitarme cerca.
O tal vez fuera tu manera de quererme.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Hablando de recuerdos y vuelta de inspiración


Intentaré explicarlo con palabras, pero no tengo esperanzas de conseguir que lo entendáis.
Es difícil hacerle comprender a alguien que nunca la ha visto por qué es tan especial. Es solo una persona, otra más de entre los miles de millones que pueblan nuestro mundo.
Solo que no es una más.
Ella es como el viento. Juguetona, viva, inconstante, inquieta. Viene y va, te traiciona, se presenta cuando no la buscas y no está cuando esperas su aparición. Te desconcierta, te molesta, te acompaña, te empuja tanto en la dirección buena como en la mala. Lo más importante de todo y lo que tenéis que tener siempre claro es que no podéis contar con ella. No estará cuando la llaméis, cuando la necesitéis, cuando os apetezcaverla. Estará cuando a ella le de el capricho, porque ella es así, caprichosa, malcriada, infantil como ella sola.
Es la persona más infantil que he conocido, sí, pero también la más madura. A veces la miro y parece que tuviera dos años, y de repente envejece de golpe y parece que sus ojos han visto pasar todo un siglo de injusticias, de dolor, de lágrimas y de sufrimiento. Puede llorar por la pérdida de un pendiente y consolarte ante la más devastadora desgracia sin perder ni un mínimo de cordura. Puede enfadarse porque le lleves la contraria o suplicarte para que le digas lo que hace mal.
No, no intentéis entenderla. Si nadie lo ha conseguido hasta ahora, no vais a ser vosotros la excepción.
Tampoco sabréis decir qué es lo que tiene que la haga tan especial. Solo podréis decir lo que todos dicen: que tiene algo. Algo, algo que engancha. ¿Dependencia? ¿Adicción? No sabéis lo que es eso si nunca habéis oído su risa. No sabéis lo que es eso si no habéis seguido la cadencia de sus pasos ni os habéis perdido en la curva de sus pestañas. No sabéis lo que es eso si nunca la habéis visto llorar y habéis deseado hacerle sonreír, sin importar el precio a pagar. No sabéis lo que es eso si no necesitáis un poquito de su olor cada día para salir al mundo y afrontar la vida.
Entiendo que con todo esto os haya entrado la curiosidad y queráis conocerla para sacar vuestras propias conclusiones. Os diría que no lo hagáis, que será vuestra perdición.
Pero quien vive una vida entera sin haberla visto, no puede decir que ha vivido.
Así que adelante.
Yo os la presentaré.

domingo, 22 de abril de 2012

I'm going back to the start


Estuve a punto de conseguirlo, rocé el éxito con la punta de los dedos. Estuve tan cerca. Ya me había olvidado del sonido de tu risa, del frescor de tus besos mañaneros, de cómo se sentía tener tus dedos serpenteando en el hueco de mi clavícula. Los recuerdos habían ido desapareciendo poco a poco durante un largo y arduo invierno y una primavera gris.
Estuve a punto, sí. Un día me levanté y por fin tiré el jersey que durante todo el invierno había evitado que tu olor desapareciera de entre las sábanas. Lo quemé en el jardín junto con un par de fotografías que encontré entre las recetas de cocina que tanto nos gustaba deshonrar las  tardes tontas de otoño. Aquel era el último paso, la última barrera. Estabas fuera de mi vida, definitivamente y para siempre.
Y entonces, cuando tiré a la basura la última tarrina de helado de chocolate, cuando por fin salí a la calle con esperanzas renovadas, alguien pasó a mi lado con tu perfume.

jueves, 5 de abril de 2012

The Earth without "art" is just "eh"


Ella era, quizás, el espíritu más inquieto  que él había conocido jamás, con todos aquellos cambios de opinión y todas esas idas y venidas. Lo que más le gustaba de ella era su arte, sus manos siempre llenas de pintura, su pelo sujeto con un par de pinceles, su vieja mochila que desprendía un permanente olor a aguarrás y sus Converse, en otros tiempos blancas, ahora lucían una extraña pero exótica y llamativa mezcla de colores. Le gustaba mirarla mientras ella solo tenía ojos para algo más, ya fuera el cielo, un coche o una anciana. Le gustaba como sus ojos viajaban inquietos de un lugar a otro, siempre insaciables, en busca de algo nuevo, de algo que tuviera algo que decir, de algo que mereciera ser captado. Le gustaba como no le importaba en absoluto que sus manos fueran ásperas y rugosas, y cómo hacía tiempo que había desistido de tenerlas completamente limpias. Le gustaba como parecía no necesitar a nadie para ser feliz, pero al mismo tiempo jamás rechazaba ninguna compañía. Le gustaba cómo parecía estar siempre en otro lugar, inaccesible para personas como él. Le gustaba su capacidad para mirarlo todo como si fuera la primera vez. Cada vez que lo miraba, él sentía que ella lo estaba descubriendo de nuevo. Era como una turista en su propia vida, siempre maravillada con las cosas cotidianas en las que los demás ni siquiera reparaban. Derrochaba creatividad por cada poro de su cuerpo, a su lado se respiraban ideas.
Ella era…ella era arte. En sí misma. Y desgraciadamente para él aunque el arte puede ser la vida de una persona, en ningún caso una persona puede ser la vida del arte.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Desconocido


Fueron un cúmulo de casualidades las que les unieron: un par de amigos comunes, una despedida de soltero, dos o tres fiestas. Ella solía observarlo desde las esquinas mientras daba sorbos desganados a un Gin Tonic que parecía no acabarse nunca. Él solía evitar mirarla, porque cuando lo hacía ella esquivaba su mirada y huía rápidamente al baño, desapareciendo durante el resto de la velada. Ninguno de los dos recuerda cómo pasó, pero poco importa: un día, sin previo aviso, ellos eran capaces de pasar noches enteras hablando sin que se agotaran nunca los temas de conversación. Cada uno se sentaba frente a la pantalla de su ordenador con un café bien cargado en la mesilla, dispuesto a pasar la noche con su mayor confidente. Y es que si algo tienen los desconocidos, es que con ellos puedes ser quien realmente eres, sin temor a la crítica o al rechazo. Así que ella le contó cómo su padre la había maltratado durante años, lo mucho que le costó huir de casa y el esfuerzo sobrehumano que tuvo que hacer para conseguir dinero suficiente y poder matricularse en la universidad de Bellas Artes. Le confesó su miedo a las alturas, su amor por la comida italiana y su sueño por construir su propia casa junto al mar. Le contó cómo, cada noche, se despertaba empapada en sudor frío y tardaba unos minutos en recordar que su padre ya no podía hacerle daño, que había escapado de sus garras, de sus insultos. Él, por su parte, le contó lo mucho que echaba de menos a su hermano pequeño, y cómo añoraba el olor a mar de su pueblo natal. Le hablaba de lo mucho que le gustaba pasear bajo la lluvia, y el tremendo miedo que tenía a no estar a la altura de lo que los demás esperaban de él. Hablaban de libros, de música, de películas. Se contaban secretos, sueños, historias. Recordaban el pasado, analizaban el presente e imaginaban el futuro. Un futuro juntos, aunque ninguno lo expresaba de esa manera; los dos pudieron leerlo entre los renglones. Se querían, aunque tal vez no de esa manera. ¿Acaso importaba? Sus amigos y el resto del mundo llamaban a su relación “rara”. Ellos no la llamaban de ningún modo. Y es que lo bueno que tiene no saber cómo clasificar algo, es que es imposible saber a dónde conduce.

lunes, 13 de febrero de 2012

Weird, but not even worse than anything else


Llegó un momento en el que las líneas que separaban los conceptos de "hermano", "mejor amigo" y "alma gemela", ya de por sí difusas, desaparecieron definitivamente para fundirse en una sola persona: Dylan.
Dylan era todo cuanto necesitaba. Discutíamos como hermanos, confiábamos el uno en el otro como buenos amigos y nos compenetrábamos como almas gemelas. Era algo extraño, pero al mismo tiempo, era lo más natural del mundo. No recuerdo nada antes de Dylan. Mis primeros recuerdos son de nosotros dos, comiendo arena en el parque y dibujando arcoíris en el jardín de infancia. Más adelante vino lo del karaoke de los Beatles en mi casa, con eso de inventarnos las letras como buenos niños de ocho años. Claro que eso  fue antes de que a Dylan empezar a gustarle el rap, y ni que decir tiene que fue mucho antes de mi obsesión por Led Zeppelin. De hecho, una de nuestras mayores discusiones fue por este tema: Una tarde, cada uno estaba en su casa porque a Dylan lo habían condenado a "aislamiento completo" durante un par de semanas. Nuestra respectivas ventanas apenas distaban tres o cuatro metros (lo cual, dicho sea de paso, me ponía muy difícil mantener mi intimidad). Desde mi escritorio, podía ver a Dylan tirado en la cama mirando un punto en el techo, mientras "My name is", de Eminem, resonaba tan fuerte que apenas podía oír mis propios pensamientos, a pesar de la protección de las dos ventanas. Me asomé por la ventana y traté, obviamente en vano, de hacerme oír por encima de la música. Finalmente decidí llamarle al móvil, el cual descansaba a su lado en la cama. Lo observé mientras leía mi nombre en la pantalla y se incorporaba, girándose hacia mí con gesto interrogante. Gesticulé, pidiéndole que bajara la música. Él negó con la cabeza y yo insistí, pero la única respuesta que obtuve por su parte fue una  burlona sonrisa antes de que se tumbara de nuevo, ignorándome. Aquello me cabreó sobremanera. Me dirigí hacia mi equipo de música y puse "Inmigrant song"a todo volumen.
Dylan se incorporó bruscamente, mirándome con una seriedad inusual en él. Pero es que Dylan nunca bromeaba con Eminem, cosa que yo no soportaba: bromeaba con todo, incluso con cosas que eran importantes para  mí. Pero jamás dijo ni una sola palabra en contra de ese rapero. Se levantó y caminó a grandes zancadas hasta su reproductor, elevando el volumen mientras me miraba desafiante. Aceptando el reto, subí el volumen. Él subió aún más el suyo, y yo aún más el mío. Los decibelios taladraban nuestros oídos, y seguramente los de todas las personas que se encontraran en unos cinco kilómetros a la redonda. Pero Dylan no estaba dispuesto a rendirse, y yo tampoco. Seguimos aumentando el volumen hasta que, de repente, la canción de Eminem terminó, dejando los acordes finales de Inmigrant Song resonando en el ambiente. Los dos nos quedamos inmóviles, mirándonos. Luego sonreí, triunfante, y él me hizo un gesto obsceno al que yo ni siquiera respondí. Fue entonces cuando mi madre subió, echa una furia. Lo que no me explico es cómo no subió antes. Apagó el equipo, y tras un par de gritos y amenazas se marchó. Me giré hacia Dylan, que me observaba con los brazos cruzados frente a su ventana abierta, y me dirigí a zancadas hasta mi ventana.
-¿Cuántas veces tengo que decirte que no soporto que pongas a ese rapero de pacotilla a todo volumen, y menos cuando estoy estudiando?-le grité cuando abrí la ventana.
-¿Y cuántas veces te he dicho yo a ti que si te metes con Eminem no respondo de mis actos? -respondió.
-Me meto con él todo lo que quiero. -contesté con chulería. -Y más aún cuando por su culpa no puedo estudiar.
A partir de ese momento, ambos perdimos los papeles. Empezamos a gritar a grito pelado de ventana a ventana, al borde de la histeria.
-¡Lo que no entiendo es por qué coño sigo aguantándote después de tantos años! -bramé al cabo de un rato mientas agarraba lo primero que pillaba, que resultó ser un sacapuntas, y se lo arrojaba, fuera de control. Por supuesto no le dio, sino que se estampó contra su fachada y cayó al jardín.
-¿Pero qué haces? Ann, estás completamente loca. -gritó, alzando los brazos. Sin mirar siquiera, me lanzó el primer objeto que pilló: Una lámpara, la cual armó un gran estrépito al estrellarse contra el muro. Agarré entonces un peluche y se lo tiré. Le alcanzó, pero él detuvo su trayectoria con facilidad.
-Vaya, Ann, me has tirado al Señor Poncho. ¿Eres consciente de lo que acabas de hacer? -sonriendo diabólicamente, hizo ademán de arrancarle un brazo al osito.
-¡No te atreverás, pedazo de gilipollas!
-¡Vaya, Ann, parece que no me conoces, después de todos los años que llevas "aguantándome"! ¡Claro que lo haré!
-¡No, no, maldita sea! -grité, fuera de mí. El Señor Poncho era mi primer y único amigo antes de conocer a Dylan. -¡No te atrevas!
-¿SE PUEDE SABER QUE OS PASA? -los dos nos quedamos helados y bajamos la vista. Mi madre nos miraba desde el jardín, junto a los restos de la lámpara. -¿OS HABÉIS VUELTO LOCOS, O QUÉ? -Los tres nos miramos en silencio durante un par de segundos, inmóviles. -Cerrad las ventanas y cada uno a lo suyo. Como oiga un solo ruido más, juro que os dejo sin salir hasta el día de vuestra graduación. Sí, Dylan, a ti también. Y yo que tú me lo pensaría bien, ya que ni siquiera tienes pensado graduarte, antes de hacer otra tontería. Métete en tu cuarto y ponte a estudiar,  o al menos no molestes. Y Ann, no quiero verte ni oírte hasta mañana.
Sin añadir nada más, desapareció en el interior de la casa.
Cerré la ventana y me senté en mi escritorio, aún furiosa, pero con más miedo por las represalias de mi madre que ganas por continuar la guerra. Así que, en un ataque infantil, zanjé el asunto cogiendo una hoja de mi cuaderno y escribiendo bien grande "Gilipollas", para que Dylan tuviera bien claro que esta vez no lo perdonaría tan fácilmente. Luego volví a la genética, dispuesta a ignorarlo durante todo el resto de la tarde.
Aunque cuando un par de horas después, cuando levanté la vista y vi en su ventana un cartel con grandes letras que decían "Lo siento", no tuve más remedio que admitir que, una vez más, había vuelto a ganarme.




martes, 7 de febrero de 2012

Nadie ha dicho que lo entienda


-Dylan, ¿quieres mover el culo? Vamos a llegar tarde al examen y la señorita Smith nos va a asesinar.
Dylan, sin embargo, no se movió. Siguió apoyado contra la columna, liándose un porro con total tranquilidad.
-Espera. –murmuró, muy concentrado en el hachís.
-Ni de coña. –lo contradije, arrebatándole el canuto de un manotazo. –no vas a ir a clase colocado, y menos cuando sabes que tenemos un examen en menos de quince minutos.
-¿Por qué no? Lo voy a suspender igualmente. Y si voy colocado, al menos puede que me empiece a reír en medio del examen y libere las tensiones de los compañeros, lo cual les ayudará a aprobar. ¿Te das cuenta? En el fondo es todo por una buena causa. Así que venga, devuélvemelo. –añadió, extendiendo la mano.
-¿Para qué te molestas? Sabes que no te lo voy a devolver.
Él se encogió de hombros con resignación.
-Había que intentarlo. ¡Y ahora muévete, si tantas ganas tienes de llegar!
Asentí con la cabeza, y cogiéndolo de la mano, eché a correr.
-Si apruebo el examen, ¿me devolverás el porro? –gritó por encima del tráfico.
-No vas a aprobar.
-No estés tan segura de eso. –me contradijo con una sonrisa confiada.
Quince minutos después llegábamos sin aliento al instituto.
-Mierda, mierda, mierda. –farfullé, mirando el gigantesco reloj del edificio principal. –Llegamos cinco minutos tarde. –Desesperada, busqué una buena excusa para nuestra tardanza mientras Dylan soltaba una carcajada.
-Entonces puedes devolverme el canuto, ¿no? Ya no llegamos; déjame disfrutar de él en paz.
Me giré bruscamente hacia él y lo fulminé con la mirada.
-Cállate. Intento pensar.
Dylan alzó un poco la vista, observando algo por encima de mi frente.
-Ah, eso explica el humo que sale de tu cabeza. –el sarcasmo teñía su voz mientras se aguantaba la risa ante su propio chiste. Le lancé una mirada asesina a la que él respondió con una divertida sonrisa. –Cálmate, Ann. Yo me encargaré. La señorita Smith no tendrá más remedio que dejarte entrar. –afirmó mientras me arrastraba escaleras arriba.
Cuando Dylan abrió la puerta y la señorita Smith se giró bruscamente para examinarnos con su mirada de buitre, estuve segura de que, fuera cual fuera el plan de mi amigo, no iba a funcionar. Sin embargo, él no se dejó amedrentar por la mirada de nuestra tutora  y le sonrió con inocencia, acercándose para murmurarle en tono confidencial.
-Disculpe, señorita. Es que Ann hoy está en uno de esos días…ya sabe, estoy segura de que usted la comprende. –intenté mantener la boca cerrada, pero fue difícil. Aquella señora parecía un dinosaurio, se sabía que era menopáusica perdida a más de diez kilómetros a la redonda.
-¿Puede ser un poco más concreto, señor Lemacks? –replicó ella mientras ponía los brazos en jarras.
-Claro que sí, señorita. –contestó con afabilidad. –Le cuento: resulta que esta mañana, cuando Ann salió corriendo de su casa y se juntó conmigo para venir (no sé si sabrá usted que somos vecinos) se encontraba terriblemente mal. No le había dado tiempo a desayunar siquiera, aparte de que estaba muy nerviosa por su examen. Ella quería venir directamente pero yo no podía permitírselo, porque como usted nos ha dicho tantas veces, no se puede rendir bien sin desayunar, y mucho menos si hay exámenes. Además quería que se tomara algún analgésico, así que la obligué a parar en una farmacia y en una cafetería. Pero claro, en la farmacia había mucha cola y además la señorita que nos atendió estaba un poco dormida y trató de vendernos preservativos y claro, yo le dije que…
-Está bien, señor Lemacks, es suficiente. –le cortó ella con rapidez. Luego se giró hacia mí. -¿Se encuentra mejor entonces, señorita Wright? ¿Cree que podrá realizar el examen?
-Sí, señorita. –murmuré con aprensión.
-Está bien. Pues siéntese y dese prisa, que ya hace más de diez minutos que le repartí el test al resto de sus compañeros. –me dio la impresión de que solo nos permitía hacer el examen con tal de librarse de escuchar nuestras aventuras con la farmacéutica y los preservativos, pero, ¿acaso importaba la razón?
Le lancé a Dylan una sonrisa agradecida y él me sonrió con prepotencia.
-Con esto me he ganado el porro, ¿eh? –susurró mientras nos alejábamos hacia nuestros sitios.
-Con esto te has ganado una cena y un mes de deberes. –musité en respuesta mientras el apretaba la mano con cariño. Ya eran más de dieciséis años puerta con puerta, y aunque éramos como el agua y el aceite, Dylan seguía siendo mi mejor amigo de la misma forma en la que lo era aquel niño mocoso que me metía arena dentro de los pantalones.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Por decir

Esta mañana ha nevado por primera vez este invierno. Este año ha llegado inusualmente tarde; ya sabes que por aquí la Navidad suele ser blanca. Esta vez, ha esperado casi hasta finales de febrero para aparecer, como una especie de regalo de cumpleaños para la pobre chica del sexto. He bajado al supermercado enfundada en la bufanda que me regalaste el invierno pasado. En el rellano me he encontrado a la vecina de enfrente, que resulta que hoy se ha puesto de parto. Supongo que recordarás que antes de que te fueras, vino a vernos para decirnos que estaba embarazada con una enorme sonrisa que no acostumbraba a pasarse por su demacrado rostro. La he tenido que llevar al hospital, porque ya sabes que su novio se fue del país semanas antes de saber que iba a ser padre. En la radio del coche ha sonado “what you’re doing” aquel éxito de los Beatles que te enseñé a bailar de baldosa en baldosa de mi cocina. La vecina la ha canturreado entre contracción y contracción.
Cuando he vuelto a casa después de dejarla en urgencias, no se me ha ocurrido otra cosa que ponerme a ver los vídeos que hicimos con mi móvil. Sí, sé que debería haberlos borrado. Pero es que la grabación de nuestro paseo por la montaña, aquel en el que me djiste te quiero por primera y única vez, es la única prueba que tengo de que esto significó algo para ti.
Aparte de eso, no hay gran cosa que contar. Ya sabes, todo sigue como siempre: el panadero mantiene conversaciones filosóficas con su perro en los ratos muertos, a la señora del séptimo se le caen los sujetadores por el patio, los del segundo discuten de manera que todos sepamos que el pobre hombre olvidó poner la lavadora ayer. Si quieres que te cuente detalles aún más insignificantes, te diré que la niña del primero ha cogido anginas y no para de llorar, o que hoy se cumplen doscientos días desde la última vez que te vi. Cómo pasa el tiempo, ¿verdad? Si quieres otro dato sin importancia más, te confesaré que temo el momento, dentro de unas horas, en el que tenga que enfrentarme a la noche número doscientos sin tu calor. Aunque se rumorea por el edificio que no soy la única que te echa de menos, ¿sabes? . Este patio siempre ha tenido muy buena acústica, y todos hemos podido oír las lamentaciones de mi pobre colchón cuando cree que dormimos.

sábado, 28 de enero de 2012

Unos vienen y otros se van

Aquella fría tarde de marzo en la que todo acabó, Iván esperaba sentado en un banco cerca de la Puerta del Sol cuando Alba apareció al final de la calle. Él la miró mientras ella corría hacia él. Un montón de rebeldes mechones que habían escapado de su trenza revoloteaban alrededor de su cara mientras se acercaba. Estaba tan guapa. Bueno, no es que lo estuviera. Es que lo era. Iván suspiró.
Alba llegó ante él y sonrió. Él le devolvió una sonrisa con un ligero matiz tenso que la chica no percibió. Ella se inclinó y le dio un suave beso en los labios, y una vez más, él se preguntó por qué no era capaz de enamorarse de aquella chica.
-Ven, demos un paseo. –sugirió él mientras se levantaba.
-¡Claro! –aceptó ella alegremente, tomándole de la mano.
Hablaron de cosas insustanciales por un rato. Más bien, fue ella la que habló. Él simplemente la observó, como si estuviera dándose la última oportunidad para encontrar una razón que le hiciera darse cuenta de que la quería. Y es que aún albergaba esperanzas de encontrar un motivo para amarla en el filo de sus labios, o en el hoyuelo de sus mejillas, o tal vez en la cadencia de sus pasos apresurados. Pero no hubo suerte, y ya no había forma de que Iván pudiera alargar aquello por más tiempo.
-Alba. –murmuró de repente, cortando a la chica. –tengo que hablar contigo.
La preciosa sonrisa de la chica se borró de un plumazo mientras ambos se detenían en plena calle Arenal.
-¿Qué pasa?
-Yo… es que… -Iván buscó desesperado algo que decir, la frase perfecta que explicara aquello que le pasaba y que en realidad no tenía sentido. –Lo que quiero decir es que yo…
-¿Que no me quieres? –dijo ella de pronto, sorprendiéndolo. Iván alzó la vista y la miró con ojos como platos y una increíble expresión de desolación. -¿Es eso lo que quieres decir? ¿Que no estás enamorado de mí?
-Sí. –susurró él.
Cuando Alba alzó la vista, sus ojos brillaban, lloroso. Aquello descolocó a Iván completa y absolutamente.
-No llores. –suplicó.
-¿Por qué no?
-Porque… porque…no lo sé, Alba. ¡Dios, no lo sé! ¿Qué se supone que debo sentir cuando lloras? ¿Debo sentir cómo se me parte el alma? ¿Debo sentir que tu dolor es mi dolor? Maldita sea. ¿Sabes lo que me parte el alma mí? Lo que a mí me parte en dos, es verte llorar y no sentir nada.
Una vez más, ella solo guardó silencio, y él estuvo a punto de gritar de la frustración. En ese momento se odió más que nunca. Se odió por no poder forzarse a sentir dolor por aquella ruptura, por no sentir dolor al verla llorar. Pero es que simplemente no podía. Cuando la miraba solo podía pensar en lo guapa que era, lo mismo que podía pensar de cualquier otra chica. Su estómago nunca conoció a las famosas mariposas, y ningún escalofrío recorrió jamás su espina dorsal.
Se contemplaron en silencio durante unos instantes. Luego, ella alzó las manos con lentitud y se limpió los ojos.
-No lloraré si es lo que quieres. Hagamos esto fácil. Un corte limpio, sin sangre.
-Alba, lo siento. Te prometo que lo intenté, lo intenté con todas mis fuerzas. Pero no puedo enamorarme de ti. Juro que siempre quise que se me partiera el corazón al verte llorar, que se me acabara el aliento al ver tu sonrisa. Pero nunca pasó eso, nunca, y…
Ella sonrió con amargura.
-Sé que uno no puede elegir de quién se enamora. Es algo que simplemente sucede. Yo siempre supe que no me querías, ¿sabes? Pero tenía la esperanza de que tal vez, con el tiempo…
-Yo también, Alba, yo también. Pero no ha funcionado y no sabes cuánto me odio por haberte engañado.
-No te culpes. Entiendo lo que quieres decir con eso de que te parte el alma no sentir nada cuando lloro. A mí me pasaba lo mismo, pero un día, de repente, me importaba. Tú lo has intentado tanto como yo, pero no lo has conseguido. Así que simplemente dame un último beso en la mejilla y pídeme que no olvide los buenos recuerdos, y podrás seguir con tu vida, y yo con la mía. No tendrás que verme nunca más.
Iván sonrió, dividido entre el alivio y la ternura.
-Gracias por todo, Alba.
Ella sonrió enigmáticamente.
-Gracias a ti. –dijo, y tras un último y fugaz beso en la mejilla, se perdió entre la marea de gente que paseaba por el centro de Madrid aquella fría tarde de marzo.

miércoles, 18 de enero de 2012

Don't you ever leave me

Liam descansaba tirado en el sofá."Every breath you take", de Police, resonaba por toda la casa, trayéndole un montón de recuerdos de su infancia y llevándole al borde de las lágrimas mientras él miraba fijamente el techo y articulaba con los labios sin emitir ningún sonido.
El estridente zumbido del timbre interrumpió la quietud que reinaba, y Liam se levantó costosamente para abrir. Lorene esperaba en el umbral con una gran sonrisa y un libro apretado contra el pecho.
-¿Qué hay, Liam? –saludó con desparpajo. -¡Traigo la solución a todos tus problemas!
Liam observó con recelo el libro que Lorene había separado de su pecho y ahora le mostraba. “100 postres para chuparse los dedos”. Suspiró.
-Lory, no creo que un muffin pueda arreglarme la vida.
-No, claro que no. Pero a falta de una solución, este es un buen sucedáneo, ¿no crees? –sin esperar una respuesta, agarró a su amigo y lo arrastró hasta la cocina.
-Ni siquiera creo que tengamos todos los ingredientes. –protestó Liam.
-No te preocupes por eso. He traído todo lo necesario para hacer los mejores muffins de chocolate de la historia. –aseguró ella mientras se descolgaba la mochila y dejaba su contenido sobre la mesa de la cocina. –Sabía que usarías la excusa de los ingredientes, así que los traje para que no pudieras librarte.
-Lory, no me apetece hacer nada. –murmuró él mirando al suelo. Ella se acercó a él y le obligó a alzar la barbilla y a mirarla a los ojos.
-Ya lo sé. Sé el infierno que estas pasando y créeme que haría lo que fuera para que no tuvieras que pasar por esto. Me cambiaría por ti si fuera posible. Pero no lo es, así que trato de encontrar otras formas de ayudarte. Déjame intentarlo al menos, por favor.
Tras un segundo de silencio, Liam sonrió a su amiga.
-Está bien. ¿Por dónde empezamos?

Un rato después, Liam abría el horno para que Lorene introdujera la bandeja.
-Bueno, ya está. Ahora toca esperar. –comentó ella mientras cerraba de nuevo la puerta. Liam se sentó en una de las sillas, silencioso aunque un poco más animado que antes. La canción de Nancy Sinatra “"These boots are made for walking" dio paso a uno de los mayores éxitos de los 70, "Rain drops keep falling on my head". En cuanto comenzó a sonar, Liam soltó un quejido y comenzó a sollozar muy bajito. A Lorene le faltó tiempo para arrodillarse frente a él y cogerle la mano, acariciándosela en una tranquilizadora cadencia. No dijo nada durante un momento, esperando pacientemente a que él dijera algo.
-Era una de las canciones favoritas de mi madre. –susurró finalmente él. –La bailaba conmigo cuando era pequeño, antes de que me convirtiera en un estúpido adolescente y la tratara horriblemente durante años. Todo es culpa mía.
-Liam, por favor, no digas tonterías. Lo que le pasó a tu madre fue un accidente. No fue culpa tuya.
-Si al menos le hubiera dicho cuanto la quería, Lory. Nunca se lo dije, estaba demasiado ocupado discutiendo con ella continuamente. Seguro que me odiaba.
-Tú querías mucho a tu madre; cualquiera podía verlo. Ella lo sabía, Liam. Te adoraba.
-No, no, no. –murmuró él, negando con la cabeza mientras perdía el control y empezaba a llorar a lágrima viva. –ella debería estar aquí. Soy yo el que debería estar muerto.
-Ay, Liam. Ven aquí. –ella lo atrajo hacia él y él se dejó guiar a ciegas, aferrándose a ella como un niño que acaba de tener una horrible pesadilla.
-Contigo también discuto mucho. Te digo cosas horribles, y te grito. Sabes que nunca lo digo en serio, ¿verdad? –dijo de pronto. La desesperación que destilaba su voz asustó a Lorene.
-Claro que sí. No te… -pero él la interrumpió.
-No me dejes nunca, Lory. Prométeme que por muchas veces que discutamos, por muchas cosas hirientes que te diga, nunca me dejarás. –susurró contra su oreja. Ella se estremeció en silencio y se contuvo para no acercarse aún más a él. Aquel no era el momento para mostrar sus sentimientos.
-Te lo prometo. –le aseguró, acariciándole el pelo.
Permanecieron así un par de segundos más. Los sollozos del muchacho fueron descendiendo y su respiración se acompasó con la de ella.
Los primeros acordes de "Breathe" inundaron el ambiente.
-A ella también le encantaba esta canción. –susurró Liam.
Ella se separó un poco de él y le miró a los ojos.
-¿Bailas conmigo? –Liam observó la mano que su amiga le tendía. Una mano que podía guiarlo a través de los pasos de baile más difíciles, pero que también lo acompañaría en los momentos más duros de su vida. Y, con una pequeña sonrisa que no aparecía en su rostro desde hacía ya demasiado tiempo, se la tomó.

lunes, 16 de enero de 2012

Juguemos a conocernos


Te propongo un juego. Salgamos juntos una temporada, hagamos planes, ilusionémonos. Podemos hacer cualquier cosa, Madrid es un mundo de posibilidades. Puede que cojamos el metro y te deje que me guíes sin la ayuda de un plano, sé que tratándose de ti es un plan suicida, pero es que yo siempre fui un poco kamikaze. Puede que te pida que me lleves desde Argüelles hasta Goya, o tal vez quiera ir a Callao desde Campo de las Naciones para echar la tarde en la Fnac entre un montón de libros de psicología. Otro día podríamos ir a Isla Azul para perdernos intentando encontrar mi moto en las inmensidades del parking, o si ese plan no te hace mucha ilusión, podemos ir a pintar nuestra propia taza en ese pequeño taller que nos coge de camino hacia el templo de Debod. También podemos, por qué no, jugar a aquello del “capaz o incapaz” por Bailén. Tú tal vez me retarías a pedirles el teléfono a los skaters de Ópera, y yo, por supuesto, te desafiaría a plantarte frente al Palacio Real y preguntarle con acento francés al primero que pasase si sabe dónde pilla el Palacio Real. ¿Qué, cómo lo ves? ¿Te atreves? Otra cosa que se me ocurre, así sobre la marcha, es ir al Expomanga disfrazados. Yo podría ser un naranjo sin naranjas, y tú mi media naranja hecha zumo. ¿No le ves el sentido a estos disfraces? Tranquilo, yo tampoco. Pero has de admitir que tendría su gracia. Otro día podemos ir al Círculo de Bellas Artes y contemplar todo Madrid desde la azotea del edificio. Desde allí podríamos hacer una foto, pero eso es lo que hace todo el mundo, y nosotros no somos como todos, ¿verdad? Así que simplemente podemos contemplar el paisaje, y luego tú, si se te ocurre, puedes soltar algo ingenioso. Y si no se te ocurre pues no pasa nada, me coges de la mano, tratas en vano de calentármela y estás perdonado. Si no eres demasiado torpe podemos echar una tarde en el Palacio de Hielo y decorar nuestro cuerpo con un par de moratones, que nunca están de más. Mientras patinamos, también podemos perder la llave de nuestro casillero para tener así que volver a casa en calcetines. Alguna tarde tonta de domingo podemos ir al Palacio de los Deportes y animar al Real Madrid sentados entre una marea de hinchas del Estudiantes. Pero sólo si eres un buen corredor; no me gustaría acabar en el hospital. Creo que con todos estos planes tenemos para cosa de dos meses. Tiempo suficiente para ilusionarnos, ¿no? ¿Y luego? ¿Qué pasa luego? Yo te lo digo: luego el juego se acaba. Fin del plazo. Luego, todo depende de ti: puedes ser el séptimo chico que, una vez terminado el juego, sale huyendo. O, por el contrario, puedes ser el primero que se arriesgue a quedarse.

martes, 3 de enero de 2012

No cambiamos, aprendemos (IV)


Pasaron un par de meses. Las cosas entre nosotros iban, si era posible, a mejor. No sé si me enamoré de él, porque no era algo que me hubiera pasado nunca antes y no estaba muy segura de los criterios que debía seguir para saberlo. Lo único de lo que estoy segura es de que  lo quería cerca de mí todo el tiempo, abrazándome, acariciándome, besándome, sonriéndome.
Lo que quedaría bonito ahora sería decir que Edahi me cambió, que gracias a él soy como soy. Pero sería mentir, y a mí me gusta ser siempre sincera. Es cierto que Edahi cambió, en cierto modo, mi vida. Siempre que llega alguien a la vida de una persona y esta empieza a pasar gran parte de su tiempo con él, algunas cosas se ven forzadas a cambiar. Por lo tanto, supongo que Edahi sí cambió mi vida. Sin embargo, yo seguí siendo la misma persona.  Seguí adorando la soledad; por eso, de vez en cuando, me iba sin decirle nada a pasear por el bosque. Él nunca me comentó nada acerca de eso, pero creo que no le molestaba. Seguí siendo una persona reservada que solía guardarse sus pensamientos para sí misma. Seguía siendo, en definitiva, yo misma.
Edahi pasó allí un par de años, viviendo conmigo. Lo invité a venirse a vivir a mi casa para que pudiera ahorrar con mayor rapidez al ahorrarse el dinero del alquiler. Yo sabía desde el principio que eso era lo que él quería: ahorrar lo suficiente para poder darle a su familia una vida mejor en Cuba. Él nunca me lo dijo, pero yo sabía que, en cuanto consiguiera dinero suficiente, se iría. Y así fue.
Un día, Edahi me llevó al río. Llevaba todo el día muy serio, y su sonrisa, tan característica, apenas aparecía  por su cara. Nos sentamos en la hierba y él me miró fijamente en silencio.
-Ayer hablé con mi madre. Mi hermana pequeña está muy enferma, y necesitan que regrese ya. Sin dinero para comprar medicinas, morirá. El vuelo que he cogido sale dentro de cuatro días.
Los dos permanecimos en silencio un rato. Al cabo, él me atrajo hacia su pecho y me abrazó con dulzura. Luego me besó, transmitiéndome su desesperación con cada contacto. Y yo me dejé hacer, atascada en el pensamiento de que Edahi se iba de mi vida, sin ser siquiera capaz de saber cómo me sentía respecto a eso. Luego él me separó de sí mismo para mirarme a los ojos, con sus manos sobre mis mejillas.
Y entonces dijo las palabras. Aquellas que nunca querría haber escuchado.
-Te extrañaré.
Sé que tendría que haber contestado. Tendría que haber dicho “Yo también te echaré de menos”, pero no lo hice. Si lo hubiera hecho, le habría mentido. Porque yo nunca echaba en falta a nadie. Edahi no me había cambiado.
El me miró, expectante. Y yo aparté la mirada y me quedé mirando el tronco del árbol más cercano, deseando lanzarme a sus brazos y refugiarme en el calor de su piel. Pero me contuve. Tenía que hacerlo. “No seas idiota” me dije. “Él va a irse, y tienes que aprender a continuar sin él. No lo necesitas, nunca lo has necesitado. O eso decías…si era cierto, demuéstralo ahora.”
En aquel momento, algo se rompió. Edahi no dijo nada más. Simplemente se levantó, y tras murmurar que tenía que ir a trabajar, salió corriendo. Me quedé ahí, mirando el agua que venía desde la montaña hasta que se hizo de noche. Cuando volví a casa, descubrí a Edahi haciendo las maletas.
-Mi hermana está peor, necesita ayuda médica urgente. He adelantado mi vuelo. Salgo hacia Cuba mañana por la mañana. –dijo en un susurro sin siquiera levantar la vista.
Asentí ligeramente y huí hacia la cocina. Antes de cerrar la puerta, me pareció escuchar un sollozo. Y juro que es el sonido más triste que he escuchado nunca en mi vida. En aquel momento lo habría dado todo por consolarle e impedir que el mundo escuchara de nuevo aquel angustioso lamento. Pero yo misma era la causa de sus lágrimas. Así que apreté los puños y cerré la puerta.
A la mañana siguiente, acompañé a Edahi a la estación de tren, donde tenía que coger un expreso que lo llevaría hasta el aeropuerto de la gran ciudad más cercana. El trayecto en taxi hasta la estación fueron quince tortuosos minutos durante los cuales cada uno miró la carretera por una ventanilla.
Una vez en la estación, Edahi le  dio las maletas al encargado y revisó que todo estuviera correcto mientras yo esperaba sentada en una pequeña sala. Quedaban cinco minutos para que el tren partiera. Cuando terminó de hablar con el revisor, Edahi se quedó ahí plantado, mirando su billete. De repente, se giró con brusquedad y caminó hacia mí a grandes zancadas. Se acuclilló frente a mí y me miró, decidido.
-Escucha, Nadia. Me da igual que tú no me vayas a extrañar. No importa, yo extrañaré por los dos. Pero no voy a irme sin un último beso. Porque has sido lo mejor que me ha pasado, y no quiero que mi último recuerdo tuyo sea aquel en el que giraste la cara para no mirarme cuando te dije que te echaría de menos. Quiero recordarte en tus mejores momentos, con tu cámara, con tus descuidados moños. Quiero recordar tus caricias por mi espalda, tus sonrisas de medio lado, tus  cafés cargados por la mañana. No permitas que me olvide de todo eso.
Lo miré, con los ojos humedecidos por la emoción y sin saber qué decir. Pero él no esperó más y me agarró la cara, apoyando su frente contra la mía.
-Déjame llevarme este recuerdo, por favor. Es lo último que voy a pedirte.
Fui yo quien salvó la distancia entre nuestras bocas, con las lágrimas amenazando con desbordar mis ojos. Me abandoné en aquel beso, y lo mismo hizo él.
El sonido que anunciaba la última llamada para pasajeros nos interrumpió. Me acarició la mejilla una última vez, con dulzura.
-Te quiero. –susurró.
Se incorporó y me miró desde arriba con una sonrisa.
-¿Recuerdas cuando te dije que mientras trabajaba solía pensar mucho en que mi alma gemela podía estar en la otra punta del planeta? Ahora ya no tengo que preocuparme por eso. No me importa más eso de las almas gemelas. No sé qué eres exactamente, pero eres mucho más importante que cualquier alma gemela.
Tras una última y fugaz caricia en el labio inferior, Edahi se giró y echó a andar hacia el tren. Dos minutos después, el tren partió, dejando una espesa nube de vapor en el lugar donde antes estuvo él.
Pasaron un par de semanas. Seguí haciendo todo lo que solía hacer antes de que Edahi llegara, y volví a hacerlo sola, igual que hice cuando Aurea se marchó, cuando mi madre murió o cuando mi padre nos abandonó. Sin embargo, esta vez había una diferencia.
Esta vez, echaba de menos a Edahi. Muchísimo.
Pero, ¿y qué? Ya era tarde.

lunes, 2 de enero de 2012

No cambiamos, aprendemos (III)


Al día siguiente, Edahi se acercó a mí durante el descanso con un par de cafés humeantes.
-¿Quieres? Me ha parecido que estabas un poco dormida.
-Sí, gracias. No he dormido muy bien. –comenté con una sonrisa mientras los dos nos sentábamos en la barra.
-¿Has tenido pesadillas?
-No, en absoluto. –“lo que pasa es que no podía dejar de pensar en ti, en cómo me sonreíste ayer, en tus dedos sobre mi mejilla…” –no que recuerde.
Después de trabajar, hice algo que no había hecho nunca antes: invité a Edahi a venir conmigo al bosque. Describir la cara que puso en ese momento habría sido imposible, por eso le hice una foto.
-¿Por qué decidiste venir aquí? –pregunté con curiosidad mientras sorteábamos los árboles.
-¿Qué quieres decir?
-¿Por qué, entre todos los lugares posibles, decidiste venir a esta ciudad de mierda?
-No es una mierda. –me contradijo. –A mí me gusta. Además, hay un bosque a menos de quince minutos en autobús, y la gente es muy agradable.
Le dirigí una mirada de escepticismo y continué caminando entre las ramas. Caminamos un rato en silencio hasta que él rompió en silencio. Edahi hacía a menudo cosas así: se quedaba callado y de repente te soltaba una pregunta de lo más profunda.
-¿Qué piensas hacer en el futuro? Quiero decir… ¿con qué sueñas en convertirte?
Sonreí.
-La verdad es que me da igual.
-¿No te gustaría ser fotógrafa profesional?
-No. Me encanta hacer fotos, pero no quiero que todo el mundo las vea. Las fotos que hago muestran mi forma particular de ver el mundo, y como tal, son algo personal. No creo que nadie pudiera entenderlo. Mucha gente diría: “¿y para qué hizo una foto de esto? Sólo es un tronco, solo es una hoja, solo es una rana.” Para mí, es más que eso. Pero nadie podría verlo.
-Yo lo veo. –me contradijo con suavidad. –Cuando veo tus fotos, las entiendo. Te entiendo.
Creo que eran cosas así las que hacían que me gustara tanto estar con él, y fueron esas mismas cosas las que hicieron que mis sentimientos empezaran a cambiar. Cuando me sonreía y se me quedaba mirando durante más de cinco minutos como si fuera lo más maravilloso del mundo, cuando sin venir a cuento me acariciaba la mejilla o me colocaba el pelo detrás de la oreja. Cuando hacía cosas así, pensaba: “realmente podría acostumbrarme a tener cerca a este chico”
Una calurosa tarde de julio llegamos a las orillas del río durante nuestro paseo matutino. Hacía tanto calor que el pelo se me pegaba a la cara y  el aire me oprimía el pecho, impidiéndome respirar. No lo pensé mucho. Me quité la cámara del cuello, solté la mochila, me quité las zapatillas y me lancé al agua. Cuando emergí entre el agua helada, estuve a punto de chocar contra Edahi, que se había metido justo detrás de mí. Conseguí reaccionar antes de chocar con él, quedando a menos de dos centímetros de su cara. ¿Y qué hizo él? Pues lo que hacía siempre: sonreír. ¿Y qué hizo después? Pues luego, como siempre, me acarició la mejilla. Lo que hizo a continuación no era algo que hiciera siempre, en realidad, era algo que nunca antes había hecho. Algo que me sorprendió enormemente. Algo que lo cambió todo. Porque Edahi tomó mi cara entre sus manos y me besó. Y yo le devolví el beso, hechizada por el contacto de sus labios sobre los míos. Decir que destilaba ternura en cada gesto sería quedarse corto. Lo que transmitía con cada caricia, con cada pequeño roce, era amor.
Cuando se separó de mí, se reía a carcajadas. Antes de que le preguntara qué le pasaba, me había cogido y me había sumergido bajo el agua, lanzando así una provocación difícil de pasar por alto. Cuando salí del agua, me subí a su espalda y conseguí hundirlo, mientras él seguía riendo a carcajadas. Tragó agua a montones, y cuando consiguió dejar de toser, me atrajo hacia él y me besó de nuevo.
Cuando salimos del agua, completamente empapados y con las ropas pegadas al cuerpo, nos dejamos caer sobre el suelo, abrazados. Edahi cogió mi mano y se dedicó a juguetear con mis dedos un rato.
-¿Alguna vez en la vida has pensado que tal vez tu media naranja podría estar en la otra punta del planeta?
Solté una carcajada, divertida por la ocurrencia.
-No, nunca lo había pensado. ¿Tú sí?
-Sí. Cuando vivía en Cuba lo pensé muchísimas veces. Solía pensar en cosas así mientras trabajaba la tierra, y créeme, eso era mucho tiempo pensando. Luego, cuando llegué aquí y te conocí, supe que tenía razón.
Sonreí, enternecida y cohibida al mismo tiempo por sus palabras, mientras sus manos se deslizaban sobre mi pelo mojado. Alargué el brazo y alcancé la cámara de fotos. Enfocándonos a nosotros, disparé por primera vez una foto en la que salía yo misma.