martes, 7 de febrero de 2012

Nadie ha dicho que lo entienda


-Dylan, ¿quieres mover el culo? Vamos a llegar tarde al examen y la señorita Smith nos va a asesinar.
Dylan, sin embargo, no se movió. Siguió apoyado contra la columna, liándose un porro con total tranquilidad.
-Espera. –murmuró, muy concentrado en el hachís.
-Ni de coña. –lo contradije, arrebatándole el canuto de un manotazo. –no vas a ir a clase colocado, y menos cuando sabes que tenemos un examen en menos de quince minutos.
-¿Por qué no? Lo voy a suspender igualmente. Y si voy colocado, al menos puede que me empiece a reír en medio del examen y libere las tensiones de los compañeros, lo cual les ayudará a aprobar. ¿Te das cuenta? En el fondo es todo por una buena causa. Así que venga, devuélvemelo. –añadió, extendiendo la mano.
-¿Para qué te molestas? Sabes que no te lo voy a devolver.
Él se encogió de hombros con resignación.
-Había que intentarlo. ¡Y ahora muévete, si tantas ganas tienes de llegar!
Asentí con la cabeza, y cogiéndolo de la mano, eché a correr.
-Si apruebo el examen, ¿me devolverás el porro? –gritó por encima del tráfico.
-No vas a aprobar.
-No estés tan segura de eso. –me contradijo con una sonrisa confiada.
Quince minutos después llegábamos sin aliento al instituto.
-Mierda, mierda, mierda. –farfullé, mirando el gigantesco reloj del edificio principal. –Llegamos cinco minutos tarde. –Desesperada, busqué una buena excusa para nuestra tardanza mientras Dylan soltaba una carcajada.
-Entonces puedes devolverme el canuto, ¿no? Ya no llegamos; déjame disfrutar de él en paz.
Me giré bruscamente hacia él y lo fulminé con la mirada.
-Cállate. Intento pensar.
Dylan alzó un poco la vista, observando algo por encima de mi frente.
-Ah, eso explica el humo que sale de tu cabeza. –el sarcasmo teñía su voz mientras se aguantaba la risa ante su propio chiste. Le lancé una mirada asesina a la que él respondió con una divertida sonrisa. –Cálmate, Ann. Yo me encargaré. La señorita Smith no tendrá más remedio que dejarte entrar. –afirmó mientras me arrastraba escaleras arriba.
Cuando Dylan abrió la puerta y la señorita Smith se giró bruscamente para examinarnos con su mirada de buitre, estuve segura de que, fuera cual fuera el plan de mi amigo, no iba a funcionar. Sin embargo, él no se dejó amedrentar por la mirada de nuestra tutora  y le sonrió con inocencia, acercándose para murmurarle en tono confidencial.
-Disculpe, señorita. Es que Ann hoy está en uno de esos días…ya sabe, estoy segura de que usted la comprende. –intenté mantener la boca cerrada, pero fue difícil. Aquella señora parecía un dinosaurio, se sabía que era menopáusica perdida a más de diez kilómetros a la redonda.
-¿Puede ser un poco más concreto, señor Lemacks? –replicó ella mientras ponía los brazos en jarras.
-Claro que sí, señorita. –contestó con afabilidad. –Le cuento: resulta que esta mañana, cuando Ann salió corriendo de su casa y se juntó conmigo para venir (no sé si sabrá usted que somos vecinos) se encontraba terriblemente mal. No le había dado tiempo a desayunar siquiera, aparte de que estaba muy nerviosa por su examen. Ella quería venir directamente pero yo no podía permitírselo, porque como usted nos ha dicho tantas veces, no se puede rendir bien sin desayunar, y mucho menos si hay exámenes. Además quería que se tomara algún analgésico, así que la obligué a parar en una farmacia y en una cafetería. Pero claro, en la farmacia había mucha cola y además la señorita que nos atendió estaba un poco dormida y trató de vendernos preservativos y claro, yo le dije que…
-Está bien, señor Lemacks, es suficiente. –le cortó ella con rapidez. Luego se giró hacia mí. -¿Se encuentra mejor entonces, señorita Wright? ¿Cree que podrá realizar el examen?
-Sí, señorita. –murmuré con aprensión.
-Está bien. Pues siéntese y dese prisa, que ya hace más de diez minutos que le repartí el test al resto de sus compañeros. –me dio la impresión de que solo nos permitía hacer el examen con tal de librarse de escuchar nuestras aventuras con la farmacéutica y los preservativos, pero, ¿acaso importaba la razón?
Le lancé a Dylan una sonrisa agradecida y él me sonrió con prepotencia.
-Con esto me he ganado el porro, ¿eh? –susurró mientras nos alejábamos hacia nuestros sitios.
-Con esto te has ganado una cena y un mes de deberes. –musité en respuesta mientras el apretaba la mano con cariño. Ya eran más de dieciséis años puerta con puerta, y aunque éramos como el agua y el aceite, Dylan seguía siendo mi mejor amigo de la misma forma en la que lo era aquel niño mocoso que me metía arena dentro de los pantalones.

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