miércoles, 22 de febrero de 2012

Desconocido


Fueron un cúmulo de casualidades las que les unieron: un par de amigos comunes, una despedida de soltero, dos o tres fiestas. Ella solía observarlo desde las esquinas mientras daba sorbos desganados a un Gin Tonic que parecía no acabarse nunca. Él solía evitar mirarla, porque cuando lo hacía ella esquivaba su mirada y huía rápidamente al baño, desapareciendo durante el resto de la velada. Ninguno de los dos recuerda cómo pasó, pero poco importa: un día, sin previo aviso, ellos eran capaces de pasar noches enteras hablando sin que se agotaran nunca los temas de conversación. Cada uno se sentaba frente a la pantalla de su ordenador con un café bien cargado en la mesilla, dispuesto a pasar la noche con su mayor confidente. Y es que si algo tienen los desconocidos, es que con ellos puedes ser quien realmente eres, sin temor a la crítica o al rechazo. Así que ella le contó cómo su padre la había maltratado durante años, lo mucho que le costó huir de casa y el esfuerzo sobrehumano que tuvo que hacer para conseguir dinero suficiente y poder matricularse en la universidad de Bellas Artes. Le confesó su miedo a las alturas, su amor por la comida italiana y su sueño por construir su propia casa junto al mar. Le contó cómo, cada noche, se despertaba empapada en sudor frío y tardaba unos minutos en recordar que su padre ya no podía hacerle daño, que había escapado de sus garras, de sus insultos. Él, por su parte, le contó lo mucho que echaba de menos a su hermano pequeño, y cómo añoraba el olor a mar de su pueblo natal. Le hablaba de lo mucho que le gustaba pasear bajo la lluvia, y el tremendo miedo que tenía a no estar a la altura de lo que los demás esperaban de él. Hablaban de libros, de música, de películas. Se contaban secretos, sueños, historias. Recordaban el pasado, analizaban el presente e imaginaban el futuro. Un futuro juntos, aunque ninguno lo expresaba de esa manera; los dos pudieron leerlo entre los renglones. Se querían, aunque tal vez no de esa manera. ¿Acaso importaba? Sus amigos y el resto del mundo llamaban a su relación “rara”. Ellos no la llamaban de ningún modo. Y es que lo bueno que tiene no saber cómo clasificar algo, es que es imposible saber a dónde conduce.

lunes, 13 de febrero de 2012

Weird, but not even worse than anything else


Llegó un momento en el que las líneas que separaban los conceptos de "hermano", "mejor amigo" y "alma gemela", ya de por sí difusas, desaparecieron definitivamente para fundirse en una sola persona: Dylan.
Dylan era todo cuanto necesitaba. Discutíamos como hermanos, confiábamos el uno en el otro como buenos amigos y nos compenetrábamos como almas gemelas. Era algo extraño, pero al mismo tiempo, era lo más natural del mundo. No recuerdo nada antes de Dylan. Mis primeros recuerdos son de nosotros dos, comiendo arena en el parque y dibujando arcoíris en el jardín de infancia. Más adelante vino lo del karaoke de los Beatles en mi casa, con eso de inventarnos las letras como buenos niños de ocho años. Claro que eso  fue antes de que a Dylan empezar a gustarle el rap, y ni que decir tiene que fue mucho antes de mi obsesión por Led Zeppelin. De hecho, una de nuestras mayores discusiones fue por este tema: Una tarde, cada uno estaba en su casa porque a Dylan lo habían condenado a "aislamiento completo" durante un par de semanas. Nuestra respectivas ventanas apenas distaban tres o cuatro metros (lo cual, dicho sea de paso, me ponía muy difícil mantener mi intimidad). Desde mi escritorio, podía ver a Dylan tirado en la cama mirando un punto en el techo, mientras "My name is", de Eminem, resonaba tan fuerte que apenas podía oír mis propios pensamientos, a pesar de la protección de las dos ventanas. Me asomé por la ventana y traté, obviamente en vano, de hacerme oír por encima de la música. Finalmente decidí llamarle al móvil, el cual descansaba a su lado en la cama. Lo observé mientras leía mi nombre en la pantalla y se incorporaba, girándose hacia mí con gesto interrogante. Gesticulé, pidiéndole que bajara la música. Él negó con la cabeza y yo insistí, pero la única respuesta que obtuve por su parte fue una  burlona sonrisa antes de que se tumbara de nuevo, ignorándome. Aquello me cabreó sobremanera. Me dirigí hacia mi equipo de música y puse "Inmigrant song"a todo volumen.
Dylan se incorporó bruscamente, mirándome con una seriedad inusual en él. Pero es que Dylan nunca bromeaba con Eminem, cosa que yo no soportaba: bromeaba con todo, incluso con cosas que eran importantes para  mí. Pero jamás dijo ni una sola palabra en contra de ese rapero. Se levantó y caminó a grandes zancadas hasta su reproductor, elevando el volumen mientras me miraba desafiante. Aceptando el reto, subí el volumen. Él subió aún más el suyo, y yo aún más el mío. Los decibelios taladraban nuestros oídos, y seguramente los de todas las personas que se encontraran en unos cinco kilómetros a la redonda. Pero Dylan no estaba dispuesto a rendirse, y yo tampoco. Seguimos aumentando el volumen hasta que, de repente, la canción de Eminem terminó, dejando los acordes finales de Inmigrant Song resonando en el ambiente. Los dos nos quedamos inmóviles, mirándonos. Luego sonreí, triunfante, y él me hizo un gesto obsceno al que yo ni siquiera respondí. Fue entonces cuando mi madre subió, echa una furia. Lo que no me explico es cómo no subió antes. Apagó el equipo, y tras un par de gritos y amenazas se marchó. Me giré hacia Dylan, que me observaba con los brazos cruzados frente a su ventana abierta, y me dirigí a zancadas hasta mi ventana.
-¿Cuántas veces tengo que decirte que no soporto que pongas a ese rapero de pacotilla a todo volumen, y menos cuando estoy estudiando?-le grité cuando abrí la ventana.
-¿Y cuántas veces te he dicho yo a ti que si te metes con Eminem no respondo de mis actos? -respondió.
-Me meto con él todo lo que quiero. -contesté con chulería. -Y más aún cuando por su culpa no puedo estudiar.
A partir de ese momento, ambos perdimos los papeles. Empezamos a gritar a grito pelado de ventana a ventana, al borde de la histeria.
-¡Lo que no entiendo es por qué coño sigo aguantándote después de tantos años! -bramé al cabo de un rato mientas agarraba lo primero que pillaba, que resultó ser un sacapuntas, y se lo arrojaba, fuera de control. Por supuesto no le dio, sino que se estampó contra su fachada y cayó al jardín.
-¿Pero qué haces? Ann, estás completamente loca. -gritó, alzando los brazos. Sin mirar siquiera, me lanzó el primer objeto que pilló: Una lámpara, la cual armó un gran estrépito al estrellarse contra el muro. Agarré entonces un peluche y se lo tiré. Le alcanzó, pero él detuvo su trayectoria con facilidad.
-Vaya, Ann, me has tirado al Señor Poncho. ¿Eres consciente de lo que acabas de hacer? -sonriendo diabólicamente, hizo ademán de arrancarle un brazo al osito.
-¡No te atreverás, pedazo de gilipollas!
-¡Vaya, Ann, parece que no me conoces, después de todos los años que llevas "aguantándome"! ¡Claro que lo haré!
-¡No, no, maldita sea! -grité, fuera de mí. El Señor Poncho era mi primer y único amigo antes de conocer a Dylan. -¡No te atrevas!
-¿SE PUEDE SABER QUE OS PASA? -los dos nos quedamos helados y bajamos la vista. Mi madre nos miraba desde el jardín, junto a los restos de la lámpara. -¿OS HABÉIS VUELTO LOCOS, O QUÉ? -Los tres nos miramos en silencio durante un par de segundos, inmóviles. -Cerrad las ventanas y cada uno a lo suyo. Como oiga un solo ruido más, juro que os dejo sin salir hasta el día de vuestra graduación. Sí, Dylan, a ti también. Y yo que tú me lo pensaría bien, ya que ni siquiera tienes pensado graduarte, antes de hacer otra tontería. Métete en tu cuarto y ponte a estudiar,  o al menos no molestes. Y Ann, no quiero verte ni oírte hasta mañana.
Sin añadir nada más, desapareció en el interior de la casa.
Cerré la ventana y me senté en mi escritorio, aún furiosa, pero con más miedo por las represalias de mi madre que ganas por continuar la guerra. Así que, en un ataque infantil, zanjé el asunto cogiendo una hoja de mi cuaderno y escribiendo bien grande "Gilipollas", para que Dylan tuviera bien claro que esta vez no lo perdonaría tan fácilmente. Luego volví a la genética, dispuesta a ignorarlo durante todo el resto de la tarde.
Aunque cuando un par de horas después, cuando levanté la vista y vi en su ventana un cartel con grandes letras que decían "Lo siento", no tuve más remedio que admitir que, una vez más, había vuelto a ganarme.




martes, 7 de febrero de 2012

Nadie ha dicho que lo entienda


-Dylan, ¿quieres mover el culo? Vamos a llegar tarde al examen y la señorita Smith nos va a asesinar.
Dylan, sin embargo, no se movió. Siguió apoyado contra la columna, liándose un porro con total tranquilidad.
-Espera. –murmuró, muy concentrado en el hachís.
-Ni de coña. –lo contradije, arrebatándole el canuto de un manotazo. –no vas a ir a clase colocado, y menos cuando sabes que tenemos un examen en menos de quince minutos.
-¿Por qué no? Lo voy a suspender igualmente. Y si voy colocado, al menos puede que me empiece a reír en medio del examen y libere las tensiones de los compañeros, lo cual les ayudará a aprobar. ¿Te das cuenta? En el fondo es todo por una buena causa. Así que venga, devuélvemelo. –añadió, extendiendo la mano.
-¿Para qué te molestas? Sabes que no te lo voy a devolver.
Él se encogió de hombros con resignación.
-Había que intentarlo. ¡Y ahora muévete, si tantas ganas tienes de llegar!
Asentí con la cabeza, y cogiéndolo de la mano, eché a correr.
-Si apruebo el examen, ¿me devolverás el porro? –gritó por encima del tráfico.
-No vas a aprobar.
-No estés tan segura de eso. –me contradijo con una sonrisa confiada.
Quince minutos después llegábamos sin aliento al instituto.
-Mierda, mierda, mierda. –farfullé, mirando el gigantesco reloj del edificio principal. –Llegamos cinco minutos tarde. –Desesperada, busqué una buena excusa para nuestra tardanza mientras Dylan soltaba una carcajada.
-Entonces puedes devolverme el canuto, ¿no? Ya no llegamos; déjame disfrutar de él en paz.
Me giré bruscamente hacia él y lo fulminé con la mirada.
-Cállate. Intento pensar.
Dylan alzó un poco la vista, observando algo por encima de mi frente.
-Ah, eso explica el humo que sale de tu cabeza. –el sarcasmo teñía su voz mientras se aguantaba la risa ante su propio chiste. Le lancé una mirada asesina a la que él respondió con una divertida sonrisa. –Cálmate, Ann. Yo me encargaré. La señorita Smith no tendrá más remedio que dejarte entrar. –afirmó mientras me arrastraba escaleras arriba.
Cuando Dylan abrió la puerta y la señorita Smith se giró bruscamente para examinarnos con su mirada de buitre, estuve segura de que, fuera cual fuera el plan de mi amigo, no iba a funcionar. Sin embargo, él no se dejó amedrentar por la mirada de nuestra tutora  y le sonrió con inocencia, acercándose para murmurarle en tono confidencial.
-Disculpe, señorita. Es que Ann hoy está en uno de esos días…ya sabe, estoy segura de que usted la comprende. –intenté mantener la boca cerrada, pero fue difícil. Aquella señora parecía un dinosaurio, se sabía que era menopáusica perdida a más de diez kilómetros a la redonda.
-¿Puede ser un poco más concreto, señor Lemacks? –replicó ella mientras ponía los brazos en jarras.
-Claro que sí, señorita. –contestó con afabilidad. –Le cuento: resulta que esta mañana, cuando Ann salió corriendo de su casa y se juntó conmigo para venir (no sé si sabrá usted que somos vecinos) se encontraba terriblemente mal. No le había dado tiempo a desayunar siquiera, aparte de que estaba muy nerviosa por su examen. Ella quería venir directamente pero yo no podía permitírselo, porque como usted nos ha dicho tantas veces, no se puede rendir bien sin desayunar, y mucho menos si hay exámenes. Además quería que se tomara algún analgésico, así que la obligué a parar en una farmacia y en una cafetería. Pero claro, en la farmacia había mucha cola y además la señorita que nos atendió estaba un poco dormida y trató de vendernos preservativos y claro, yo le dije que…
-Está bien, señor Lemacks, es suficiente. –le cortó ella con rapidez. Luego se giró hacia mí. -¿Se encuentra mejor entonces, señorita Wright? ¿Cree que podrá realizar el examen?
-Sí, señorita. –murmuré con aprensión.
-Está bien. Pues siéntese y dese prisa, que ya hace más de diez minutos que le repartí el test al resto de sus compañeros. –me dio la impresión de que solo nos permitía hacer el examen con tal de librarse de escuchar nuestras aventuras con la farmacéutica y los preservativos, pero, ¿acaso importaba la razón?
Le lancé a Dylan una sonrisa agradecida y él me sonrió con prepotencia.
-Con esto me he ganado el porro, ¿eh? –susurró mientras nos alejábamos hacia nuestros sitios.
-Con esto te has ganado una cena y un mes de deberes. –musité en respuesta mientras el apretaba la mano con cariño. Ya eran más de dieciséis años puerta con puerta, y aunque éramos como el agua y el aceite, Dylan seguía siendo mi mejor amigo de la misma forma en la que lo era aquel niño mocoso que me metía arena dentro de los pantalones.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Por decir

Esta mañana ha nevado por primera vez este invierno. Este año ha llegado inusualmente tarde; ya sabes que por aquí la Navidad suele ser blanca. Esta vez, ha esperado casi hasta finales de febrero para aparecer, como una especie de regalo de cumpleaños para la pobre chica del sexto. He bajado al supermercado enfundada en la bufanda que me regalaste el invierno pasado. En el rellano me he encontrado a la vecina de enfrente, que resulta que hoy se ha puesto de parto. Supongo que recordarás que antes de que te fueras, vino a vernos para decirnos que estaba embarazada con una enorme sonrisa que no acostumbraba a pasarse por su demacrado rostro. La he tenido que llevar al hospital, porque ya sabes que su novio se fue del país semanas antes de saber que iba a ser padre. En la radio del coche ha sonado “what you’re doing” aquel éxito de los Beatles que te enseñé a bailar de baldosa en baldosa de mi cocina. La vecina la ha canturreado entre contracción y contracción.
Cuando he vuelto a casa después de dejarla en urgencias, no se me ha ocurrido otra cosa que ponerme a ver los vídeos que hicimos con mi móvil. Sí, sé que debería haberlos borrado. Pero es que la grabación de nuestro paseo por la montaña, aquel en el que me djiste te quiero por primera y única vez, es la única prueba que tengo de que esto significó algo para ti.
Aparte de eso, no hay gran cosa que contar. Ya sabes, todo sigue como siempre: el panadero mantiene conversaciones filosóficas con su perro en los ratos muertos, a la señora del séptimo se le caen los sujetadores por el patio, los del segundo discuten de manera que todos sepamos que el pobre hombre olvidó poner la lavadora ayer. Si quieres que te cuente detalles aún más insignificantes, te diré que la niña del primero ha cogido anginas y no para de llorar, o que hoy se cumplen doscientos días desde la última vez que te vi. Cómo pasa el tiempo, ¿verdad? Si quieres otro dato sin importancia más, te confesaré que temo el momento, dentro de unas horas, en el que tenga que enfrentarme a la noche número doscientos sin tu calor. Aunque se rumorea por el edificio que no soy la única que te echa de menos, ¿sabes? . Este patio siempre ha tenido muy buena acústica, y todos hemos podido oír las lamentaciones de mi pobre colchón cuando cree que dormimos.