miércoles, 14 de noviembre de 2012

De cada gramo de tu maquillaje


Ella siempre ha sido muy suya. Y con “muy suya”, sé lo que me digo.  Independiente y autosuficiente. ¿Rendir cuentas? Solo ante sí misma. ¿Deber fidelidad? Solo a sus propios ideales. Ella se pertenece a sí misma y a nadie más. No quiere ser la novia de nadie, ni la mujer de alguien.  Ni quiere, ni lo necesita.
Yo eso lo supe nada más conocerla. Supe que de ahí saldría escaldado y con un montón de recuerdos por quemar, pero no pude evitar meterme en la boca del lobo.
Porque aquella vez, la boca del lobo tenía las piernas largas y esbeltas y una sonrisa que escondía tantos secretos como alegrías en el filo izquierdo.
Apenas necesitó de sus artes de seducción para meterse en mi casa y en mi cama. Y, aunque duela admitirlo, tampoco le costó mucho esfuerzo meterse en mi cabeza.
Era tan estúpidamente insoportable que al mismo tiempo se hacía imprescindible. Tenía más manías que un viejo, y más vicios que un drogodependiente. Pero también tenía más energía que un niño y más formas de moverse que Elvis Presley.
Poco a poco, me fui dando cuenta de que ella iba arrancando pedacitos de mí, de mis historias, de mis deseos, y que yo de ella no tenía nada. Si acaso un par de barras de labios en el mueble del baño y un jersey verde para lavar. Me di cuenta de que yo empezaba a necesitarla, y que ella…bueno, de que ella necesitaba un sitio donde quedarse y alguien que le preparara el café para desayunar.
No sé cuánto tiempo se quedó, ni siquiera sé por qué vino, ni mucho menos por qué se fue. Un día, llegué a casa después de trabajar y ni siquiera estaban ahí sus CDs de Russian Red. Y en  el lugar donde antes yo contemplaba  su reflejo en el espejo del cuarto de baño mientras se maquillaba, ahora solo había una marca de pintalabios rojo con la forma de uno de sus secretos.