Ella
siempre ha sido muy suya. Y con “muy suya”, sé lo que me digo. Independiente y autosuficiente. ¿Rendir
cuentas? Solo ante sí misma. ¿Deber fidelidad? Solo a sus propios ideales. Ella
se pertenece a sí misma y a nadie más. No quiere ser la novia de nadie, ni la
mujer de alguien. Ni quiere, ni lo
necesita.
Yo eso
lo supe nada más conocerla. Supe que de ahí saldría escaldado y con un montón
de recuerdos por quemar, pero no pude evitar meterme en la boca del lobo.
Porque
aquella vez, la boca del lobo tenía las piernas largas y esbeltas y una sonrisa
que escondía tantos secretos como alegrías en el filo izquierdo.
Apenas
necesitó de sus artes de seducción para meterse en mi casa y en mi cama. Y,
aunque duela admitirlo, tampoco le costó mucho esfuerzo meterse en mi cabeza.
Era tan
estúpidamente insoportable que al mismo tiempo se hacía imprescindible. Tenía
más manías que un viejo, y más vicios que un drogodependiente. Pero también
tenía más energía que un niño y más formas de moverse que Elvis Presley.
Poco a
poco, me fui dando cuenta de que ella iba arrancando pedacitos de mí, de mis
historias, de mis deseos, y que yo de ella no tenía nada. Si acaso un par de
barras de labios en el mueble del baño y un jersey verde para lavar. Me di
cuenta de que yo empezaba a necesitarla, y que ella…bueno, de que ella
necesitaba un sitio donde quedarse y alguien que le preparara el café para
desayunar.
No sé
cuánto tiempo se quedó, ni siquiera sé por qué vino, ni mucho menos por qué se
fue. Un día, llegué a casa después de trabajar y ni siquiera estaban ahí sus
CDs de Russian Red. Y en el lugar donde
antes yo contemplaba su reflejo en el
espejo del cuarto de baño mientras se maquillaba, ahora solo había una marca de
pintalabios rojo con la forma de uno de sus secretos.