Siempre
he sido ese tipo de persona a la que le gustan las cosas blancas o negras. O me
lo dices todo de golpe, o no me dices nada. O la comida es muy dulce, o es muy
salada. O me quieres, o no me quieres. O estás conmigo en todo momento, o
desapareces por completo. Pero nada de irte dejando rastro a tus espaldas,
negándome cualquier oportunidad de olvidarte.
Claro
que tú nunca seguiste mis normas. Tú y tu maldita sonrisa diabólica siempre
habéis ido por libre.
Tú y tu
maldita forma de mirar.
Nunca
voy a perdonarte por esto, ¿sabes? Nunca voy a perdonarte por marcharte dejando
una caja de recuerdos bajo la cama, un par de álbumes de fotos sobre la mesa y
un tocadiscos con la aguja mal templada tras de ti. Por dejar un par de jerséis
de lana de los feos escondidos en la lavadora y una camiseta de esas que da
vergüenza sacar a la calle y por eso se utiliza para dormir en el fondo del
armario. Ah, y tu olor. Esa es la peor parte: nunca voy a perdonarte por dejar
tu olor impregnado en cada recoveco de esta puñetera casa.
Tú y tu
maldito aroma adictivo.
No
puedo evitar dormir con la puñetera camiseta andrajosa todas las noches desde
que te fuiste. ¿Por qué? Porque huele a ti. A ti y a aquella noche en la playa.
A ti y a los besos. A ti y a las caricias. A ti, a ti, a ti. A ti y al momento
en el que cruzamos la línea a partir de la cual todo va sin control y solo
puede acabar mal. A ti y a las lágrimas saladas que tragué sin descanso después
de saber que había perdido siete meses, cincuenta y ocho euros y todo mi orgullo
en una relación falsa, en algo que no valía más que estas palabras que ahora te
dedico. Huele a ti. Ojalá oliera a tus mentiras, así, sería fácil decir adiós.
Pero es
que la camiseta parece que solo se acuerda de las cosas buenas.
Yo, por
el contrario, las recuerdo todas; buenas y malas, de principio a fin.
Lo
recuerdo todo, desde tú y tu maldita manía de presentarte a desconocidas en la
playa, hasta tú y maldita forma de desaparecer.
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