Ella lo
miró con los ojos llenos de lágrimas.
-¿Era
esto lo que querías? -preguntó en un agudo grito tembloroso. -¿Eh? ¿Era esto lo
que querías?
Él le
mantuvo la mirada, intentando con todas sus fuerzas mantener la compostura,
intentando con todas sus fuerzas no desvanecerse allí mismo como un muñeco
desmadejado, llorando como un niño de pecho. “Tienes que resistir”, se dijo.
“Piensa que lo estás haciendo por ella”.
-¡Vamos,
no te quedes callado! -ella volvió a la carga. -¡Contesta, joder! ¡Contesta!
Se
mantuvieron la mirada. La de ella, llena de dolor y de rabia. La de él, rayana
en la más absoluta inexpresividad.
-Sí.
-dijo, con una voz tan fría que se asustó. -Sí, es esto lo que quiero.
Ella se
quedó allí, quieta, petrificada, rota, deshecha, derrotada. Ella se quedó allí
y le miró durante lo que parecieron horas.
Y él,
él simplemente permaneció allí, parado, inexpresivo, inaccesible. Él
simplemente permaneció allí observando como aquella chica que era su vida
lloraba mirándole a los ojos con algo cercano al odio en la mirada.
La
barrera infranqueable de sus corazones destrozados se alzaba entre ellos,
haciéndose más y más grande, obligándoles a retroceder. Y sin darse cuenta, se
fueron alejando. Sin darse cuenta, él dio un paso atrás, y luego otro, y otro
más. Con cada paso, el olor de ella iba quedándose más y más atrás hasta
desaparecer. Con cada paso, los recuerdos de los momentos vividos juntos dolían
como puñales. Con cada paso, el sonido de los sollozos de ella habría brechas.
Con cada paso, la muerte parecía ir adueñándose de sus entrañas.
Y de
repente, sintió que si seguía así moriría allí mismo. Y de repente, sintió una
necesidad tan fuerte de ir hasta ella y estrecharla entre sus brazos que le
tembló el corazón. Pero no podía, ya no. Ya no podía acercarse, ya no podía
volver a acariciar aquellos indomables cabellos, ya no podía volver a escuchar
aquella risa que tan buena sintonía hacía con la suya propia, ya no podía
acariciar aquella blanca piel, ya no podía besar aquellos hermosos labios, ya
no podía dibujar en aquella misteriosa espalda. Ya no podía. Nunca más.
No lo
soportó más.
Se dio
la vuelta y echó a correr tan rápido como pudo, dejándose atrás, el alma, la
calma y las ganas de vivir.
Y ella,
tan bonita, tan perfecta, tan indefensa, se quedó allí, sin fuerzas para nada
más. Sin fuerzas para llorar, ni siquiera para sostenerse.
El
tiempo, ese elemento tan traicionero, tan preciso e impreciso al mismo tiempo,
se apiadó de ella en aquella ocasión. Tras solo unos minutos, se armó de fuerzas
para levantarse y caminar hasta su casa. Buscó en alguna que otra botella un
poquito de apoyo incondicional, y se refugió en aquel rincón de su habitación
en el que hicieron el amor la noche que Peter Pan decidió que era momento de
abandonar el País de Nunca Jamás y convertirse en un adulto junto con Wendy. El
Jack Daniels tenía una noche tonta y fue un poco traicionero, no siendo todo lo
devastador que podía llegar a ser. Así que ella se quedó allí sentada, con la
botella en la mano izquierda y un mechero sin gas en la derecha, uno de esos
con dibujos de sevillanas que se compran en cualquier tienda de la Plaza Mayor.
El
mechero se había quedado sin llama, igual que ella.