Aquella fría tarde de marzo en la que todo acabó, Iván esperaba sentado en un banco cerca de la Puerta del Sol cuando Alba apareció al final de la calle. Él la miró mientras ella corría hacia él. Un montón de rebeldes mechones que habían escapado de su trenza revoloteaban alrededor de su cara mientras se acercaba. Estaba tan guapa. Bueno, no es que lo estuviera. Es que lo era. Iván suspiró.
Alba llegó ante él y sonrió. Él le devolvió una sonrisa con un ligero matiz tenso que la chica no percibió. Ella se inclinó y le dio un suave beso en los labios, y una vez más, él se preguntó por qué no era capaz de enamorarse de aquella chica.
-Ven, demos un paseo. –sugirió él mientras se levantaba.
-¡Claro! –aceptó ella alegremente, tomándole de la mano.
Hablaron de cosas insustanciales por un rato. Más bien, fue ella la que habló. Él simplemente la observó, como si estuviera dándose la última oportunidad para encontrar una razón que le hiciera darse cuenta de que la quería. Y es que aún albergaba esperanzas de encontrar un motivo para amarla en el filo de sus labios, o en el hoyuelo de sus mejillas, o tal vez en la cadencia de sus pasos apresurados. Pero no hubo suerte, y ya no había forma de que Iván pudiera alargar aquello por más tiempo.
-Alba. –murmuró de repente, cortando a la chica. –tengo que hablar contigo.
La preciosa sonrisa de la chica se borró de un plumazo mientras ambos se detenían en plena calle Arenal.
-¿Qué pasa?
-Yo… es que… -Iván buscó desesperado algo que decir, la frase perfecta que explicara aquello que le pasaba y que en realidad no tenía sentido. –Lo que quiero decir es que yo…
-¿Que no me quieres? –dijo ella de pronto, sorprendiéndolo. Iván alzó la vista y la miró con ojos como platos y una increíble expresión de desolación. -¿Es eso lo que quieres decir? ¿Que no estás enamorado de mí?
-Sí. –susurró él.
Cuando Alba alzó la vista, sus ojos brillaban, lloroso. Aquello descolocó a Iván completa y absolutamente.
-No llores. –suplicó.
-¿Por qué no?
-Porque… porque…no lo sé, Alba. ¡Dios, no lo sé! ¿Qué se supone que debo sentir cuando lloras? ¿Debo sentir cómo se me parte el alma? ¿Debo sentir que tu dolor es mi dolor? Maldita sea. ¿Sabes lo que me parte el alma mí? Lo que a mí me parte en dos, es verte llorar y no sentir nada.
Una vez más, ella solo guardó silencio, y él estuvo a punto de gritar de la frustración. En ese momento se odió más que nunca. Se odió por no poder forzarse a sentir dolor por aquella ruptura, por no sentir dolor al verla llorar. Pero es que simplemente no podía. Cuando la miraba solo podía pensar en lo guapa que era, lo mismo que podía pensar de cualquier otra chica. Su estómago nunca conoció a las famosas mariposas, y ningún escalofrío recorrió jamás su espina dorsal.
Se contemplaron en silencio durante unos instantes. Luego, ella alzó las manos con lentitud y se limpió los ojos.
-No lloraré si es lo que quieres. Hagamos esto fácil. Un corte limpio, sin sangre.
-Alba, lo siento. Te prometo que lo intenté, lo intenté con todas mis fuerzas. Pero no puedo enamorarme de ti. Juro que siempre quise que se me partiera el corazón al verte llorar, que se me acabara el aliento al ver tu sonrisa. Pero nunca pasó eso, nunca, y…
Ella sonrió con amargura.
-Sé que uno no puede elegir de quién se enamora. Es algo que simplemente sucede. Yo siempre supe que no me querías, ¿sabes? Pero tenía la esperanza de que tal vez, con el tiempo…
-Yo también, Alba, yo también. Pero no ha funcionado y no sabes cuánto me odio por haberte engañado.
-No te culpes. Entiendo lo que quieres decir con eso de que te parte el alma no sentir nada cuando lloro. A mí me pasaba lo mismo, pero un día, de repente, me importaba. Tú lo has intentado tanto como yo, pero no lo has conseguido. Así que simplemente dame un último beso en la mejilla y pídeme que no olvide los buenos recuerdos, y podrás seguir con tu vida, y yo con la mía. No tendrás que verme nunca más.
Iván sonrió, dividido entre el alivio y la ternura.
-Gracias por todo, Alba.
Ella sonrió enigmáticamente.
-Gracias a ti. –dijo, y tras un último y fugaz beso en la mejilla, se perdió entre la marea de gente que paseaba por el centro de Madrid aquella fría tarde de marzo.
abandonarlo todo por miedo, no hacer realidad tus sueños.
sábado, 28 de enero de 2012
miércoles, 18 de enero de 2012
Don't you ever leave me
Liam
descansaba tirado en el sofá."Every breath you take", de Police, resonaba por
toda la casa, trayéndole un montón de recuerdos de su infancia y llevándole al
borde de las lágrimas mientras él miraba fijamente el techo y articulaba con
los labios sin emitir ningún sonido.
El
estridente zumbido del timbre interrumpió la quietud que reinaba, y Liam se
levantó costosamente para abrir. Lorene esperaba en el umbral con una gran
sonrisa y un libro apretado contra el pecho.
-¿Qué
hay, Liam? –saludó con desparpajo. -¡Traigo la solución a todos tus problemas!
Liam observó
con recelo el libro que Lorene había separado de su pecho y ahora le mostraba. “100
postres para chuparse los dedos”. Suspiró.
-Lory,
no creo que un muffin pueda arreglarme la vida.
-No,
claro que no. Pero a falta de una solución, este es un buen sucedáneo, ¿no
crees? –sin esperar una respuesta, agarró a su amigo y lo arrastró hasta la
cocina.
-Ni
siquiera creo que tengamos todos los ingredientes. –protestó Liam.
-No te
preocupes por eso. He traído todo lo necesario para hacer los mejores muffins
de chocolate de la historia. –aseguró ella mientras se descolgaba la mochila y
dejaba su contenido sobre la mesa de la cocina. –Sabía que usarías la excusa de
los ingredientes, así que los traje para que no pudieras librarte.
-Lory,
no me apetece hacer nada. –murmuró él mirando al suelo. Ella se acercó a él y
le obligó a alzar la barbilla y a mirarla a los ojos.
-Ya lo
sé. Sé el infierno que estas pasando y créeme que haría lo que fuera para que
no tuvieras que pasar por esto. Me cambiaría por ti si fuera posible. Pero no
lo es, así que trato de encontrar otras formas de ayudarte. Déjame intentarlo
al menos, por favor.
Tras un
segundo de silencio, Liam sonrió a su amiga.
-Está
bien. ¿Por dónde empezamos?
Un rato
después, Liam abría el horno para que Lorene introdujera la bandeja.
-Bueno,
ya está. Ahora toca esperar. –comentó ella mientras cerraba de nuevo la puerta.
Liam se sentó en una de las sillas, silencioso aunque un poco más animado que
antes. La canción de Nancy Sinatra “"These boots are made for walking" dio paso
a uno de los mayores éxitos de los 70, "Rain drops keep falling on my head". En
cuanto comenzó a sonar, Liam soltó un quejido y comenzó a sollozar muy bajito.
A Lorene le faltó tiempo para arrodillarse frente a él y cogerle la mano,
acariciándosela en una tranquilizadora cadencia. No dijo nada durante un
momento, esperando pacientemente a que él dijera algo.
-Era
una de las canciones favoritas de mi madre. –susurró finalmente él. –La bailaba
conmigo cuando era pequeño, antes de que me convirtiera en un estúpido
adolescente y la tratara horriblemente durante años. Todo es culpa mía.
-Liam,
por favor, no digas tonterías. Lo que le pasó a tu madre fue un accidente. No
fue culpa tuya.
-Si al
menos le hubiera dicho cuanto la quería, Lory. Nunca se lo dije, estaba
demasiado ocupado discutiendo con ella continuamente. Seguro que me odiaba.
-Tú
querías mucho a tu madre; cualquiera podía verlo. Ella lo sabía, Liam. Te
adoraba.
-No,
no, no. –murmuró él, negando con la cabeza mientras perdía el control y
empezaba a llorar a lágrima viva. –ella debería estar aquí. Soy yo el que
debería estar muerto.
-Ay,
Liam. Ven aquí. –ella lo atrajo hacia él y él se dejó guiar a ciegas,
aferrándose a ella como un niño que acaba de tener una horrible pesadilla.
-Contigo
también discuto mucho. Te digo cosas horribles, y te grito. Sabes que nunca lo
digo en serio, ¿verdad? –dijo de pronto. La desesperación que destilaba su voz
asustó a Lorene.
-Claro
que sí. No te… -pero él la interrumpió.
-No me
dejes nunca, Lory. Prométeme que por muchas veces que discutamos, por muchas
cosas hirientes que te diga, nunca me dejarás. –susurró contra su oreja. Ella
se estremeció en silencio y se contuvo para no acercarse aún más a él. Aquel no
era el momento para mostrar sus sentimientos.
-Te lo
prometo. –le aseguró, acariciándole el pelo.
Permanecieron
así un par de segundos más. Los sollozos del muchacho fueron descendiendo y su
respiración se acompasó con la de ella.
Los
primeros acordes de "Breathe" inundaron el ambiente.
-A ella
también le encantaba esta canción. –susurró Liam.
Ella se
separó un poco de él y le miró a los ojos.
-¿Bailas
conmigo? –Liam observó la mano que su amiga le tendía. Una mano que podía guiarlo
a través de los pasos de baile más difíciles, pero que también lo acompañaría
en los momentos más duros de su vida. Y, con una pequeña sonrisa que no aparecía
en su rostro desde hacía ya demasiado tiempo, se la tomó.
lunes, 16 de enero de 2012
Juguemos a conocernos
Te
propongo un juego. Salgamos juntos una temporada, hagamos planes,
ilusionémonos. Podemos hacer cualquier cosa, Madrid es un mundo de
posibilidades. Puede que cojamos el metro y te deje que me guíes sin la ayuda
de un plano, sé que tratándose de ti es un plan suicida, pero es que yo siempre
fui un poco kamikaze. Puede que te pida que me lleves desde Argüelles hasta Goya,
o tal vez quiera ir a Callao desde Campo de las Naciones para echar la tarde en
la Fnac entre un montón de libros de psicología. Otro día podríamos ir a Isla
Azul para perdernos intentando encontrar mi moto en las inmensidades del
parking, o si ese plan no te hace mucha ilusión, podemos ir a pintar nuestra
propia taza en ese pequeño taller que nos coge de camino hacia el templo de
Debod. También podemos, por qué no, jugar a aquello del “capaz o incapaz” por
Bailén. Tú tal vez me retarías a pedirles el teléfono a los skaters de Ópera, y
yo, por supuesto, te desafiaría a plantarte frente al Palacio Real y preguntarle
con acento francés al primero que pasase si sabe dónde pilla el Palacio Real.
¿Qué, cómo lo ves? ¿Te atreves? Otra cosa que se me ocurre, así sobre la
marcha, es ir al Expomanga disfrazados. Yo podría ser un naranjo sin naranjas,
y tú mi media naranja hecha zumo. ¿No le ves el sentido a estos disfraces?
Tranquilo, yo tampoco. Pero has de admitir que tendría su gracia. Otro día
podemos ir al Círculo de Bellas Artes y contemplar todo Madrid desde la azotea
del edificio. Desde allí podríamos hacer una foto, pero eso es lo que hace todo
el mundo, y nosotros no somos como todos, ¿verdad? Así que simplemente podemos
contemplar el paisaje, y luego tú, si se te ocurre, puedes soltar algo
ingenioso. Y si no se te ocurre pues no pasa nada, me coges de la mano, tratas
en vano de calentármela y estás perdonado. Si no eres demasiado torpe podemos
echar una tarde en el Palacio de Hielo y decorar nuestro cuerpo con un par de
moratones, que nunca están de más. Mientras patinamos, también podemos perder
la llave de nuestro casillero para tener así que volver a casa en calcetines.
Alguna tarde tonta de domingo podemos ir al Palacio de los Deportes y animar al
Real Madrid sentados entre una marea de hinchas del Estudiantes. Pero sólo si
eres un buen corredor; no me gustaría acabar en el hospital. Creo que con todos
estos planes tenemos para cosa de dos meses. Tiempo suficiente para
ilusionarnos, ¿no? ¿Y luego? ¿Qué pasa luego? Yo te lo digo: luego el juego se
acaba. Fin del plazo. Luego, todo depende de ti: puedes ser el séptimo chico
que, una vez terminado el juego, sale huyendo. O, por el contrario, puedes ser
el primero que se arriesgue a quedarse.
martes, 3 de enero de 2012
No cambiamos, aprendemos (IV)
Pasaron
un par de meses. Las cosas entre nosotros iban, si era posible, a mejor. No sé
si me enamoré de él, porque no era algo que me hubiera pasado nunca antes y no
estaba muy segura de los criterios que debía seguir para saberlo. Lo único de
lo que estoy segura es de que lo quería
cerca de mí todo el tiempo, abrazándome, acariciándome, besándome, sonriéndome.
Lo que
quedaría bonito ahora sería decir que Edahi me cambió, que gracias a él soy
como soy. Pero sería mentir, y a mí me gusta ser siempre sincera. Es cierto que
Edahi cambió, en cierto modo, mi vida. Siempre que llega alguien a la vida de
una persona y esta empieza a pasar gran parte de su tiempo con él, algunas
cosas se ven forzadas a cambiar. Por lo tanto, supongo que Edahi sí cambió mi
vida. Sin embargo, yo seguí siendo la misma persona. Seguí adorando la soledad; por eso, de vez en
cuando, me iba sin decirle nada a pasear por el bosque. Él nunca me comentó
nada acerca de eso, pero creo que no le molestaba. Seguí siendo una persona
reservada que solía guardarse sus pensamientos para sí misma. Seguía siendo, en
definitiva, yo misma.
Edahi
pasó allí un par de años, viviendo conmigo. Lo invité a venirse a vivir a mi
casa para que pudiera ahorrar con mayor rapidez al ahorrarse el dinero del
alquiler. Yo sabía desde el principio que eso era lo que él quería: ahorrar lo
suficiente para poder darle a su familia una vida mejor en Cuba. Él nunca me lo
dijo, pero yo sabía que, en cuanto consiguiera dinero suficiente, se iría. Y
así fue.
Un día,
Edahi me llevó al río. Llevaba todo el día muy serio, y su sonrisa, tan
característica, apenas aparecía por su
cara. Nos sentamos en la hierba y él me miró fijamente en silencio.
-Ayer hablé
con mi madre. Mi hermana pequeña está muy enferma, y necesitan que regrese ya.
Sin dinero para comprar medicinas, morirá. El vuelo que he cogido sale dentro
de cuatro días.
Los dos
permanecimos en silencio un rato. Al cabo, él me atrajo hacia su pecho y me
abrazó con dulzura. Luego me besó, transmitiéndome su desesperación con cada
contacto. Y yo me dejé hacer, atascada en el pensamiento de que Edahi se iba de
mi vida, sin ser siquiera capaz de saber cómo me sentía respecto a eso. Luego
él me separó de sí mismo para mirarme a los ojos, con sus manos sobre mis
mejillas.
Y
entonces dijo las palabras. Aquellas que nunca querría haber escuchado.
-Te extrañaré.
Sé que
tendría que haber contestado. Tendría que haber dicho “Yo también te echaré de
menos”, pero no lo hice. Si lo hubiera hecho, le habría mentido. Porque yo
nunca echaba en falta a nadie. Edahi no me había cambiado.
El me
miró, expectante. Y yo aparté la mirada y me quedé mirando el tronco del árbol
más cercano, deseando lanzarme a sus brazos y refugiarme en el calor de su
piel. Pero me contuve. Tenía que hacerlo. “No seas idiota” me dije. “Él va a
irse, y tienes que aprender a continuar sin él. No lo necesitas, nunca lo has
necesitado. O eso decías…si era cierto, demuéstralo ahora.”
En
aquel momento, algo se rompió. Edahi no dijo nada más. Simplemente se levantó,
y tras murmurar que tenía que ir a trabajar, salió corriendo. Me quedé ahí,
mirando el agua que venía desde la montaña hasta que se hizo de noche. Cuando
volví a casa, descubrí a Edahi haciendo las maletas.
-Mi
hermana está peor, necesita ayuda médica urgente. He adelantado mi vuelo. Salgo
hacia Cuba mañana por la mañana. –dijo en un susurro sin siquiera levantar la
vista.
Asentí
ligeramente y huí hacia la cocina. Antes de cerrar la puerta, me pareció
escuchar un sollozo. Y juro que es el sonido más triste que he escuchado nunca
en mi vida. En aquel momento lo habría dado todo por consolarle e impedir que
el mundo escuchara de nuevo aquel angustioso lamento. Pero yo misma era la
causa de sus lágrimas. Así que apreté los puños y cerré la puerta.
A la
mañana siguiente, acompañé a Edahi a la estación de tren, donde tenía que coger
un expreso que lo llevaría hasta el aeropuerto de la gran ciudad más cercana.
El trayecto en taxi hasta la estación fueron quince tortuosos minutos durante
los cuales cada uno miró la carretera por una ventanilla.
Una vez
en la estación, Edahi le dio las maletas
al encargado y revisó que todo estuviera correcto mientras yo esperaba sentada
en una pequeña sala. Quedaban cinco minutos para que el tren partiera. Cuando
terminó de hablar con el revisor, Edahi se quedó ahí plantado, mirando su
billete. De repente, se giró con brusquedad y caminó hacia mí a grandes
zancadas. Se acuclilló frente a mí y me miró, decidido.
-Escucha,
Nadia. Me da igual que tú no me vayas a extrañar. No importa, yo extrañaré por
los dos. Pero no voy a irme sin un último beso. Porque has sido lo mejor que me
ha pasado, y no quiero que mi último recuerdo tuyo sea aquel en el que giraste
la cara para no mirarme cuando te dije que te echaría de menos. Quiero
recordarte en tus mejores momentos, con tu cámara, con tus descuidados moños.
Quiero recordar tus caricias por mi espalda, tus sonrisas de medio lado,
tus cafés cargados por la mañana. No
permitas que me olvide de todo eso.
Lo
miré, con los ojos humedecidos por la emoción y sin saber qué decir. Pero él no
esperó más y me agarró la cara, apoyando su frente contra la mía.
-Déjame
llevarme este recuerdo, por favor. Es lo último que voy a pedirte.
Fui yo
quien salvó la distancia entre nuestras bocas, con las lágrimas amenazando con
desbordar mis ojos. Me abandoné en aquel beso, y lo mismo hizo él.
El
sonido que anunciaba la última llamada para pasajeros nos interrumpió. Me
acarició la mejilla una última vez, con dulzura.
-Te
quiero. –susurró.
Se
incorporó y me miró desde arriba con una sonrisa.
-¿Recuerdas
cuando te dije que mientras trabajaba solía pensar mucho en que mi alma gemela
podía estar en la otra punta del planeta? Ahora ya no tengo que preocuparme por
eso. No me importa más eso de las almas gemelas. No sé qué eres exactamente,
pero eres mucho más importante que cualquier alma gemela.
Tras
una última y fugaz caricia en el labio inferior, Edahi se giró y echó a andar
hacia el tren. Dos minutos después, el tren partió, dejando una espesa nube de
vapor en el lugar donde antes estuvo él.
Pasaron
un par de semanas. Seguí haciendo todo lo que solía hacer antes de que Edahi
llegara, y volví a hacerlo sola, igual que hice cuando Aurea se marchó, cuando
mi madre murió o cuando mi padre nos abandonó. Sin embargo, esta vez había una
diferencia.
Esta
vez, echaba de menos a Edahi. Muchísimo.
Pero,
¿y qué? Ya era tarde.
lunes, 2 de enero de 2012
No cambiamos, aprendemos (III)
Al día
siguiente, Edahi se acercó a mí durante el descanso con un par de cafés
humeantes.
-¿Quieres?
Me ha parecido que estabas un poco dormida.
-Sí,
gracias. No he dormido muy bien. –comenté con una sonrisa mientras los dos nos
sentábamos en la barra.
-¿Has
tenido pesadillas?
-No, en
absoluto. –“lo que pasa es que no podía dejar de pensar en ti, en cómo me
sonreíste ayer, en tus dedos sobre mi mejilla…” –no que recuerde.
Después
de trabajar, hice algo que no había hecho nunca antes: invité a Edahi a venir
conmigo al bosque. Describir la cara que puso en ese momento habría sido
imposible, por eso le hice una foto.
-¿Por
qué decidiste venir aquí? –pregunté con curiosidad mientras sorteábamos los
árboles.
-¿Qué
quieres decir?
-¿Por
qué, entre todos los lugares posibles, decidiste venir a esta ciudad de mierda?
-No es
una mierda. –me contradijo. –A mí me gusta. Además, hay un bosque a menos de
quince minutos en autobús, y la gente es muy agradable.
Le
dirigí una mirada de escepticismo y continué caminando entre las ramas.
Caminamos un rato en silencio hasta que él rompió en silencio. Edahi hacía a
menudo cosas así: se quedaba callado y de repente te soltaba una pregunta de lo
más profunda.
-¿Qué
piensas hacer en el futuro? Quiero decir… ¿con qué sueñas en convertirte?
Sonreí.
-La
verdad es que me da igual.
-¿No te
gustaría ser fotógrafa profesional?
-No. Me
encanta hacer fotos, pero no quiero que todo el mundo las vea. Las fotos que
hago muestran mi forma particular de ver el mundo, y como tal, son algo
personal. No creo que nadie pudiera entenderlo. Mucha gente diría: “¿y para qué
hizo una foto de esto? Sólo es un tronco, solo es una hoja, solo es una rana.”
Para mí, es más que eso. Pero nadie podría verlo.
-Yo lo
veo. –me contradijo con suavidad. –Cuando veo tus fotos, las entiendo. Te
entiendo.
Creo
que eran cosas así las que hacían que me gustara tanto estar con él, y fueron
esas mismas cosas las que hicieron que mis sentimientos empezaran a cambiar.
Cuando me sonreía y se me quedaba mirando durante más de cinco minutos como si
fuera lo más maravilloso del mundo, cuando sin venir a cuento me acariciaba la
mejilla o me colocaba el pelo detrás de la oreja. Cuando hacía cosas así,
pensaba: “realmente podría acostumbrarme a tener cerca a este chico”
Una
calurosa tarde de julio llegamos a las orillas del río durante nuestro paseo
matutino. Hacía tanto calor que el pelo se me pegaba a la cara y el aire me oprimía el pecho, impidiéndome
respirar. No lo pensé mucho. Me quité la cámara del cuello, solté la mochila,
me quité las zapatillas y me lancé al agua. Cuando emergí entre el agua helada,
estuve a punto de chocar contra Edahi, que se había metido justo detrás de mí.
Conseguí reaccionar antes de chocar con él, quedando a menos de dos centímetros
de su cara. ¿Y qué hizo él? Pues lo que hacía siempre: sonreír. ¿Y qué hizo
después? Pues luego, como siempre, me acarició la mejilla. Lo que hizo a
continuación no era algo que hiciera siempre, en realidad, era algo que nunca
antes había hecho. Algo que me sorprendió enormemente. Algo que lo cambió todo. Porque Edahi tomó mi cara entre
sus manos y me besó. Y yo le devolví el beso, hechizada por el contacto de sus
labios sobre los míos. Decir que destilaba ternura en cada gesto sería quedarse
corto. Lo que transmitía con cada caricia, con cada pequeño roce, era amor.
Cuando
se separó de mí, se reía a carcajadas. Antes de que le preguntara qué le
pasaba, me había cogido y me había sumergido bajo el agua, lanzando así una provocación
difícil de pasar por alto. Cuando salí del agua, me subí a su espalda y
conseguí hundirlo, mientras él seguía riendo a carcajadas. Tragó agua a
montones, y cuando consiguió dejar de toser, me atrajo hacia él y me besó de
nuevo.
Cuando
salimos del agua, completamente empapados y con las ropas pegadas al cuerpo,
nos dejamos caer sobre el suelo, abrazados. Edahi cogió mi mano y se dedicó a
juguetear con mis dedos un rato.
-¿Alguna
vez en la vida has pensado que tal vez tu media naranja podría estar en la otra
punta del planeta?
Solté
una carcajada, divertida por la ocurrencia.
-No,
nunca lo había pensado. ¿Tú sí?
-Sí.
Cuando vivía en Cuba lo pensé muchísimas veces. Solía pensar en cosas así
mientras trabajaba la tierra, y créeme, eso era mucho tiempo pensando. Luego,
cuando llegué aquí y te conocí, supe que tenía razón.
Sonreí,
enternecida y cohibida al mismo tiempo por sus palabras, mientras sus manos se
deslizaban sobre mi pelo mojado. Alargué el brazo y alcancé la cámara de fotos.
Enfocándonos a nosotros, disparé por primera vez una foto en la que salía yo
misma.
domingo, 1 de enero de 2012
No cambiamos, aprendemos (II)
Edahi
dejó a su familia en Cuba para venir en busca de trabajo y un mejor nivel de
vida, y el destino, o la casualidad, quiso que lo encontrara en la misma
cafetería en la que yo trabajaba desde hacía casi un año. En menos de dos
semanas se había metido a todos nuestros compañeros y a los clientes en el
bolsillo gracias a su deslumbrante sonrisa y a su adorable forma de ser. Yo
apenas había cruzado un par de palabras con él, pero su forma de ser me fascinaba.
Además era hermoso, hermoso de verdad. La semana que empezó a trabajar, pasé
todos mis ratos libres observándolo. Su piel era de un color marrón canela
precioso, y tenía unos grandes ojos color chocolate que refulgían cuando
sonreía. Lo primero que me llamó la atención de él fue que me recordó a mí misma
en su forma de mirar el mundo como si lo viera por primera vez. Aunque
probablemente, en su caso era así. Porque era la primera vez que veía un
paisaje urbanizado, con coches y fábricas, sin naturaleza por todas partes. Por
eso no tardé en encontrármelo en el bosque. Supongo que aquello era lo más
parecido a su hogar que había en aquella ciudad.
La
primera vez que hablé con él fue en la cafetería. Cuando llegué por la mañana, él
me saludó con su habitual y resplandeciente sonrisa. Le sonreí de vuelta, y me
disponía a marcharme al vestuario para ponerme mi uniforme cuando él me detuvo.
-Nadia,
espera. Ayer encontré esta foto. ¿Es tuya? –dijo con su adorable acento del
sur.
Me la mostró,
y a mí se me cayó el alma a los pies. Porque en la foto aparecía él, de perfil y
con la mejor de sus sonrisas. Era un primer plano, y sus dientes casi
resplandecían por su extrema blancura. Sus pestañas se recortaban contra el
fondo, negras y larguísimas. La foto era preciosa, y yo estaba muy orgullosa de
ella. La había hecho la semana pasada, durante uno de mis descansos. Se me
debía haber caído del bolso.
Sé que
debería haber reaccionado con rapidez, pero no estaba acostumbrada a ese tipo
de situaciones. Simplemente miré la foto fijamente durante lo que pareció una
eternidad. Luego, alcé la mirada lentamente. Sus ojos marrones me sonreían con
amabilidad.
-Ten. –dijo,
tendiéndomela. –Tienes mucho talento, ¿sabes? En esa foto parezco un modelo de
esos que salen en las revistas.
-Eso no
es mérito mío. Podrías ser modelo. –afirmé. Me di cuenta de lo que había dicho
cuando ya era demasiado tarde. Ya he comentado antes que no estaba acostumbrada
a ese tipo de situaciones. Avergonzada, cogí la foto y me marché al vestuario
atropelladamente.
Cuando
después de eso me lo encontré en el bosque, lo evité a toda costa. Estaba
avergonzada, muy avergonzada. Pero por alguna razón, cuanto más lo evitaba, más
me lo encontraba. Y él siempre llevaba esa estúpida sonrisa pintada en la cara.
Y cuando me veía, su sonrisa parecía ensancharse más de lo que yo habría considerado
posible.
La
primavera dio paso al verano. Un caluroso día de mediados de junio yo paseaba
por el bosque, cámara en mano, cuando lo vi en un claro. Traté de volverme
antes de que se diera cuenta de mi
presencia, pero él ya me había visto y me llamaba para que me acercara.
Aún
estaba a varios metros cuando me di cuenta de que algo no iba bien. Su
imborrable sonrisa…se había borrado. Sus ojos brillaban, preocupados, y su boca
formaba una mueca de disgusto. Sobre sus rodillas descansaba un pequeño conejo
negro que parecía herido.
-Nadia.
–saludó cuando me acerqué. –mira, acabo de encontrarlo. Lo ha atacado un lobo.
Pobrecito, está sufriendo. Ayúdame. Por favor.
No sé
qué fue. Puede que fuera el hecho de que la única vez que lo había visto
preocupado desde que lo conocía hubiera sido por algo que no le afectaba en
absoluto. Puede que fuera su manera de decirlo, como si realmente le fuera la
vida en ello. Puede que fuera la pasión que rezumaba su voz cuando dijo “por
favor”. El caso es que me descolgué la mochila y saqué un pequeño kid de
pequeños auxilios que siempre llevaba conmigo para casos como aquel.
Un rato
después el conejo descansaba, aliviado, sobre el regazo de Edahi mientras
nosotros nos sentábamos a la sombra de un gran sauce.
-¿Cómo
sabías lo que tenías que hacer para curarlo? –le pregunté mientras le daba un
trago a la cantimplora.
-Estoy
haciendo un curso de medicina y primeros auxilios. Algún día me gustaría ser médico.
–contestó mientras acariciaba con ternura a la criatura. Distraídamente, agarré
la cámara y le hice una foto.
-Qué
bonita. –murmuré cuando la vi en la pantalla.
-Como
tú. –susurró él. Alcé la cabeza. Edahi me miraba con intensidad. No sonreía,
pero todo en él rezumaba ternura.
Aparté
la mirada, cohibida. Permanecí callada y miré fijamente la pantalla de la
cámara, pasando las fotos hacia atrás. Vi de reojo como Edahi sonreía y
observaba las fotos por encima de mi hombro.
-Oye,
qué bonita es esa. –dijo en cierto momento. Era una foto de Aurea. Su negra
silueta se recortaba contra un cielo azul y pequeñas pinceladas de nubes.
-Gracias.
–contesté. Incluso me permití una sonrisa.
-¿Quién
es? –quiso saber.
-Es
Aurea.
-No la
he visto por aquí.
-No,
solo viene algunos fines de semana. Está estudiando Bellas Artes en una ciudad
cercana.
-Debes
echarla mucho de menos.
No
contesté inmediatamente. Levanté la vista. Edahi me observaba con los ojos
entrecerrados.
-Claro.
–dije al fin. No sé por qué dije eso. No era cierto, apenas pensaba en Aurea
durante la semana. De hecho, últimamente, apenas pensaba en nada que no fuera
él.
-¿Por
qué no estudias Bellas Artes tú también? Tienes mucho futuro como fotógrafa.
-Porque
no tengo dinero suficiente. Con el sueldo de la cafetería apenas llego a pagar
todo lo necesario para vivir.
-¿Y tu
familia?
-No tengo.
Mi madre murió hace ya un par de años, y mi padre se largó cuando yo era una
niña. Así que ya ves, no tengo más remedio que cuidarme yo sola.
-Te
entiendo perfectamente.
Los
ojos de Edahi reflejaban una compasión que no me gustó. No necesitaba su compasión,
ni mucho menos su comprensión.
-Oye,
¿sabes qué? No necesito que me entiendas. De hecho, no creo que lo entiendas.
Tú tienes una familia a la que sí echas de menos. Yo, sin embargo, no echo de
menos a la mía. Estoy mejor sola.
Él me
miró con desconcierto. Contuve las ganas de pegarle un guantazo y me levanté.
-Tengo
que irme. Nos vemos mañana.
-Nadia,
espera.
Pero no
le hice caso. Me di la vuelta y eché a andar en dirección a casa. Oí cómo Edahi
corría detrás de mí y me pregunté que habría hecho con el conejo.
-Nadia.
Finalmente,
Edahi me alcanzó y me agarró del brazo, reteniéndome. Traté de soltarme, pero
era más fuerte que yo. Dejé de forcejear y lo miré.
-¿Sí?
–pregunté, haciendo acopio de paciencia.
-No te
enfades, por favor. Yo… me siento muy solo aquí. Extraño a mi familia. Y tú te
pareces tanto a mí…amas la naturaleza, el bosque, como yo. Yo solo pensé que
podríamos ser amigos.
Lo miré
a los ojos durante una eternidad.
-No
entiendo por qué quieres que seamos amigos. Ya habrás oído lo que dicen de mí
en la cafetería, sobre lo arisca y solitaria que soy. ¿Para qué ibas a querer tener
a una persona así por amiga?
Edahi
sonrió y, ante mi sorpresa, alzo la mano y me acarició la mejilla con ternura.
-Yo no
creo que seas así. Lo que ocurre es que ellos no te entienden.
Me
quedé petrificada mientras su mano acariciaba mi mejilla y las puntas de sus
dedos esparcían una agradable sensación de frescor sobre mis sonrosadas
mejillas.
Y de
repente, se inclinó hacia mí y me dio un beso en la mejilla.
-Gracias
por ayudarme con el conejo. –Dijo contra mi oído. Luego se alejó un poco, y
tras dirigirme una última sonrisa, se marchó.
Me
quedé ahí, mirando mientras se alejaba. Entonces, agarré la cámara que colgaba
de mi cuello y le hice una foto antes de
que doblara la esquina.
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