Él la amaba en silencio, y no era el único. Su largo pelo negro, su tierna sonrisa y el brillo de sus ojos habían cautivado a más de uno. Pero para él era más duro que para ninguno. Porque si el resto se habían enamorado de sus labios o de su risa, él se había enamorado de su forma de saludar por las mañanas, de su forma de fruncir el ceño cuando no entendía un problema de matemáticas, de su forma de quitarle el chupachups y soltar una carcajada, de su forma de contradecirle cuando no concordaba con él en algo. Y también de sus “gracias por aguantarme cada día” o de sus “no puedo creer que aún sea martes”.
Él no soportaba escuchar en boca de otros lo maravillosa que era. “Mira sus ojos. Mira su pelo. Mira cómo camina, cómo sonríe…” Porque ellos no tenían ni idea.
Porque él amaba cada pequeño e insignificante detalle. Habría sido capaz de hacer un mapa de ella incluso dormido. Porque habían pasado casi catorce años desde aquel día en el jardín de infancia en el que ella le dijo: “eres mi mejor amigo”. Y porque desde entonces, cada día había descubierto algo nuevo sobre ella. Tenía un lunar en el lóbulo de la oreja derecha. Cuando se reía mucho, se le formaban arruguitas en los ojos. Se mordía las uñas cuando algo absorbía toda su concentración. No sabía atarse las zapatillas en condiciones, lo hacía al revés que todo el mundo. Adoraba todos los complementos excepto los pendientes, que le provocaban alergia. Cuando andaba por la calle iba mirando a su alrededor, como un niño que veía el mundo por primera vez. Llevaba calcetines dispares; decía que le traían buena suerte. Cuando escuchaba música por la calle, articulaba con los labios la letra de las canciones, y sonreía a la gente que la miraba extrañada. Cuando estaba triste cerraba los ojos bien fuerte, esperando que al abrirlos todo volviera a estar bien, y cuando no era así, decía con un suspiro “por intentarlo…” y se echaba a los brazos de él, de su mejor amigo.
Él no soportaba escuchar en boca de otros lo maravillosa que era. “Mira sus ojos. Mira su pelo. Mira cómo camina, cómo sonríe…” Porque ellos no tenían ni idea.
Porque él amaba cada pequeño e insignificante detalle. Habría sido capaz de hacer un mapa de ella incluso dormido. Porque habían pasado casi catorce años desde aquel día en el jardín de infancia en el que ella le dijo: “eres mi mejor amigo”. Y porque desde entonces, cada día había descubierto algo nuevo sobre ella. Tenía un lunar en el lóbulo de la oreja derecha. Cuando se reía mucho, se le formaban arruguitas en los ojos. Se mordía las uñas cuando algo absorbía toda su concentración. No sabía atarse las zapatillas en condiciones, lo hacía al revés que todo el mundo. Adoraba todos los complementos excepto los pendientes, que le provocaban alergia. Cuando andaba por la calle iba mirando a su alrededor, como un niño que veía el mundo por primera vez. Llevaba calcetines dispares; decía que le traían buena suerte. Cuando escuchaba música por la calle, articulaba con los labios la letra de las canciones, y sonreía a la gente que la miraba extrañada. Cuando estaba triste cerraba los ojos bien fuerte, esperando que al abrirlos todo volviera a estar bien, y cuando no era así, decía con un suspiro “por intentarlo…” y se echaba a los brazos de él, de su mejor amigo.
“Razones, tenemos todos. Pero yo, muchas más que vosotros”.