miércoles, 23 de noviembre de 2011

Que cuando ella pasa por debajo del cielo solo el tonto mira al cielo

Él la amaba en silencio, y no era el único. Su largo pelo negro, su tierna sonrisa y el brillo de sus ojos habían cautivado a más de uno. Pero para él era más duro que para ninguno. Porque si el resto se habían enamorado de sus labios o de su risa, él se había enamorado de su forma de saludar por las mañanas, de su forma de fruncir el ceño cuando no entendía un problema de matemáticas, de su forma de quitarle el chupachups y soltar una carcajada, de su forma de contradecirle cuando no concordaba con él en algo. Y también de sus “gracias por aguantarme cada día” o de sus “no puedo creer que aún sea martes”. 
Él no soportaba escuchar en boca de otros lo maravillosa que era. “Mira sus ojos. Mira su pelo. Mira cómo camina, cómo sonríe…” Porque ellos no tenían ni idea.
Porque él amaba cada pequeño e insignificante detalle. Habría sido capaz de hacer un mapa de ella incluso dormido. Porque habían pasado casi catorce años desde aquel día en el jardín de infancia en el que ella le dijo: “eres mi mejor amigo”. Y porque desde entonces, cada día había descubierto algo nuevo sobre ella. Tenía un lunar en el lóbulo de la oreja derecha. Cuando se reía mucho, se le formaban arruguitas en los ojos. Se mordía las uñas cuando algo absorbía toda su concentración. No sabía atarse las zapatillas en condiciones, lo hacía al revés que todo el mundo. Adoraba todos los complementos excepto los pendientes, que le provocaban alergia. Cuando andaba por la calle iba mirando a su alrededor, como un niño que veía el mundo por primera vez. Llevaba calcetines dispares; decía que le traían buena suerte. Cuando escuchaba música por la calle, articulaba con los labios la letra de las canciones, y sonreía a la gente que la miraba extrañada. Cuando estaba triste cerraba los ojos bien fuerte, esperando que al abrirlos todo volviera a estar bien, y cuando no era así, decía con un suspiro “por intentarlo…” y se echaba a los brazos de él, de su mejor amigo.
 “Razones, tenemos todos. Pero yo, muchas más que vosotros”.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Todo lo que podríamos haber sido tú y yo si no hubiésemos sido tú y yo unos cobardes

Ella pasa por delante del videoclub, como todos los días. Él está apoyado en la puerta del mismo, como todos los días. Como todos los días, él le dedica la mejor de sus sonrisas mañaneras. Como todos los días, ella le corresponde con otra.
Luego, ella sigue andando, alejándose de él. Él busca desesperadamente en su interior el valor suficiente para ir tras ella. “Me gusta tu gorro”, desea decirle. Pero no lo encuentra. Ella trata de echarle agallas para detenerse y decirle cualquier cosa, lo que sea, con tal de oír su voz. “Quiero ver la película que anuncian en ese cartel” o “odio los lunes” le sirven.
Ella quiere saber su nombre. Puede parecer estúpido, pero no lo sabe. Sólo sabe el mote por el cual lo llaman sus amigos, pero ella quiere saber más que eso. Quiere saber cuál es su grupo de música favorito, la cosa sin la cual no podría vivir y su sabor de Sugus preferido. Quiere saber cómo se siente al acariciar su piel. Quiere saber si él sabe su nombre. Quiere saber a quién espera ahí apoyado cada mañana.
Él quiere saber si ella sabe su nombre. Quiere saber cuál es su postre favorito, qué película le hace llorar y cuál es su mayor sueño en la vida. Quiere saber por qué siempre lleva un gorro, indistintamente de la época del año. Quiere saber el número exacto de lunares que tiene su cuerpo. Quiere saber por qué anda siempre tan rápido al pasar; saber si es porque alguien la está esperando.
Una mañana de invierno, ella pasa frente a él, como todos los días. Y como todos los días, él le sonríe, y ella le sonríe de vuelta. Luego, sigue su camino. De pronto, una juguetona ráfaga de viento le arranca el gorro de la cabeza. Ella echa a correr tras él, pero el viento lo eleva en el aire, fuera de su alcance. Y súbitamente, el vendaval se extingue tan rápido como empezó. El gorro cae al suelo entre ambos. Ellos lo miran. Y entonces, el da un paso. Y otro. Y luego otro. Lo coge y avanza hacia ella, viendo sus ojos avellana de cerca por primera vez. Se detiene a un paso, deseoso de salvar esa distancia con una caricia en su sonrosada mejilla. Pero no lo hace. En lugar de eso, estruja el gorro entre sus manos y se lo tiende. Ella, temblorosa, lo recoge, rozándolo con la mano sin querer queriendo. Él se estremece por dentro con ese simple contacto. Ella cierra los ojos, sobrecogida.
-Gracias. –susurra.
-No hay de qué, Claire. –contesta él.
Ella sonríe. Él cree que se va a derretir cuando se da cuenta de que su sonrisa es aún más bella de cerca. Sin dejar de sonreír, ella se da la vuelta para irse. Da un paso. Suspira. Revuelve en su interior, buscando su valor. Da otro paso. Y entonces, lo encuentra. Se gira. Él aún la está mirando.
-¿Esperas a alguien?
-No.
Ella ríe. Él piensa que su risa es el sonido más bonito del mundo.
-¿Y piensas seguir parándote aquí a esperar a nadie, todos los días a la misma hora?
-Sí. Mientras tú sigas pasando por aquí todos los días a las ocho y veintiuno, aquí estaré.
Y entonces fueron felices, excepto que no lo fueron. Porque aquello nunca pasó. Porque ella nunca se giró para preguntarle a quién esperaba, y él nunca le dijo que le gustaba su gorro.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Ma vie sans moi


Llueve.
El cielo es de un bello color azul oscuro. Las nubes se ciernen sobre  mi cabeza. Llueve. Pic, pic, pic. Me mojo. Y no me importa. ¿Qué más da? Tú no estás.
Llueve más fuerte.
Me mojo más aún. Y no me importa. ¿Qué más da? Tú sigues lejos.
Llego a casa.
No encuentro las llaves; no puedo entrar. Y no me importa. ¿Qué más da? La casa está desnuda desde que te fuiste.
Un vecino pasa y me mira.
Le grito que se largue; él me mira escandalizado. Y no me importa. ¿Qué más da? No estás aquí para sacarme una sonrisa y calmar mi mal humor.
Se hace de noche.
Me siento en el rellano. Tengo frío. Y no me importa. ¿Qué más da? Tendré que acostumbrarme al frío, ya que no me ha abandonado desde que te fuiste.
Las paredes se me caen encima.
Salgo a la calle, y miro mi buzón. Una postal. Tuya. Y no me importa. ¿Qué más da? Sé que en ella no dices que volverás.
Llueve.
Y lloro.
Mis lágrimas se mezclan con la lluvia. Y no me importa. ¿Qué más da? No vendrás y me las quitarás de la cara como hacías antes de marcharte.
Llueve.
Y sí me importa. La lluvia no es nada si no estás conmigo. Yo no soy nada si no estás conmigo.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Memories


Caminé con decisión por la arena hasta llegar a la orilla. Me senté un poco más lejos, evitando  así que el agua me mojara los pies. Coloqué el libro sobre mis rodillas con cuidado y observé la desgastada tapa, las filigranas doradas que rodeaban el marco, los dibujos que contaban historias, que mostraban secretos, que susurraban palabras. Las letras que se entrelazaban y formaban el título del libro: “Veinte poemas y una canción desesperada”. Las acaricié con la yema de los dedos, con cuidado, con cariño, con ternura. Después, abrí el libro por la primera página. Aquellos poemas estaban escritos sólo para mí, de su puño y letra. Ahí estaban, con su estilizada caligrafía, para que yo los llevara siempre conmigo. Empecé a leer, y ya no me detuve hasta el final. Con cada verso, una lágrima, una sonrisa, un suspiro. Cada palabra desprendía su olor, solo el de él y el de nadie más. Su esencia estaba atrapada entre las páginas, y yo me alimentaba desesperadamente de ella. Uno tras otro fueron sucediéndose todos los poemas, y con ellos vinieron a mi mente todo tipo de recuerdos  y momentos. Aquellas vacaciones solos los dos, nuestros fines de semana en la caseta de la montaña, nuestras tardes en la playa contemplando el atardecer, nuestras conversaciones bajo las estrellas. Los recuerdos se escondían tras las estrofas, esperando a que yo los descubriera. Y yo los fui encontrando, uno por uno, y los acogí entre mis brazos con dulzura, como si fuéramos viejos amigos.
No sé cuánto tiempo estuve allí, leyendo. Cuando llegué al final, empecé de nuevo por el principio.  Al llegar a mi poema favorito, las lágrimas me impedían ver las letras. Aparté el libro un momento y alcé la mirada. El sol se estaba poniendo. Hacía ya cien días que contemplaba el atardecer sola. Él se había ido. “Estaré aquí de nuevo para pasar nuestro día juntos” había dicho. Pero no lo había hecho. Él no estaba allí conmigo aquel día, aquel que era tan especial para nosotros. No estaba. Había roto su promesa.
Dejé el libro sobre la arena y me levanté. El viento me alborotó los cabellos y sacudió las páginas del libro con violencia. Una hoja salió volando en aquel momento. Y después otra, y otra. Aterrada, eché a correr tras ellas. Las hojas se separaban del libro, una tras otra. El viento se las llevaba, volando, flotando, lejos. La arena de la playa las acompañaba, mientras yo corría detrás de mis poemas.