martes, 3 de enero de 2012

No cambiamos, aprendemos (IV)


Pasaron un par de meses. Las cosas entre nosotros iban, si era posible, a mejor. No sé si me enamoré de él, porque no era algo que me hubiera pasado nunca antes y no estaba muy segura de los criterios que debía seguir para saberlo. Lo único de lo que estoy segura es de que  lo quería cerca de mí todo el tiempo, abrazándome, acariciándome, besándome, sonriéndome.
Lo que quedaría bonito ahora sería decir que Edahi me cambió, que gracias a él soy como soy. Pero sería mentir, y a mí me gusta ser siempre sincera. Es cierto que Edahi cambió, en cierto modo, mi vida. Siempre que llega alguien a la vida de una persona y esta empieza a pasar gran parte de su tiempo con él, algunas cosas se ven forzadas a cambiar. Por lo tanto, supongo que Edahi sí cambió mi vida. Sin embargo, yo seguí siendo la misma persona.  Seguí adorando la soledad; por eso, de vez en cuando, me iba sin decirle nada a pasear por el bosque. Él nunca me comentó nada acerca de eso, pero creo que no le molestaba. Seguí siendo una persona reservada que solía guardarse sus pensamientos para sí misma. Seguía siendo, en definitiva, yo misma.
Edahi pasó allí un par de años, viviendo conmigo. Lo invité a venirse a vivir a mi casa para que pudiera ahorrar con mayor rapidez al ahorrarse el dinero del alquiler. Yo sabía desde el principio que eso era lo que él quería: ahorrar lo suficiente para poder darle a su familia una vida mejor en Cuba. Él nunca me lo dijo, pero yo sabía que, en cuanto consiguiera dinero suficiente, se iría. Y así fue.
Un día, Edahi me llevó al río. Llevaba todo el día muy serio, y su sonrisa, tan característica, apenas aparecía  por su cara. Nos sentamos en la hierba y él me miró fijamente en silencio.
-Ayer hablé con mi madre. Mi hermana pequeña está muy enferma, y necesitan que regrese ya. Sin dinero para comprar medicinas, morirá. El vuelo que he cogido sale dentro de cuatro días.
Los dos permanecimos en silencio un rato. Al cabo, él me atrajo hacia su pecho y me abrazó con dulzura. Luego me besó, transmitiéndome su desesperación con cada contacto. Y yo me dejé hacer, atascada en el pensamiento de que Edahi se iba de mi vida, sin ser siquiera capaz de saber cómo me sentía respecto a eso. Luego él me separó de sí mismo para mirarme a los ojos, con sus manos sobre mis mejillas.
Y entonces dijo las palabras. Aquellas que nunca querría haber escuchado.
-Te extrañaré.
Sé que tendría que haber contestado. Tendría que haber dicho “Yo también te echaré de menos”, pero no lo hice. Si lo hubiera hecho, le habría mentido. Porque yo nunca echaba en falta a nadie. Edahi no me había cambiado.
El me miró, expectante. Y yo aparté la mirada y me quedé mirando el tronco del árbol más cercano, deseando lanzarme a sus brazos y refugiarme en el calor de su piel. Pero me contuve. Tenía que hacerlo. “No seas idiota” me dije. “Él va a irse, y tienes que aprender a continuar sin él. No lo necesitas, nunca lo has necesitado. O eso decías…si era cierto, demuéstralo ahora.”
En aquel momento, algo se rompió. Edahi no dijo nada más. Simplemente se levantó, y tras murmurar que tenía que ir a trabajar, salió corriendo. Me quedé ahí, mirando el agua que venía desde la montaña hasta que se hizo de noche. Cuando volví a casa, descubrí a Edahi haciendo las maletas.
-Mi hermana está peor, necesita ayuda médica urgente. He adelantado mi vuelo. Salgo hacia Cuba mañana por la mañana. –dijo en un susurro sin siquiera levantar la vista.
Asentí ligeramente y huí hacia la cocina. Antes de cerrar la puerta, me pareció escuchar un sollozo. Y juro que es el sonido más triste que he escuchado nunca en mi vida. En aquel momento lo habría dado todo por consolarle e impedir que el mundo escuchara de nuevo aquel angustioso lamento. Pero yo misma era la causa de sus lágrimas. Así que apreté los puños y cerré la puerta.
A la mañana siguiente, acompañé a Edahi a la estación de tren, donde tenía que coger un expreso que lo llevaría hasta el aeropuerto de la gran ciudad más cercana. El trayecto en taxi hasta la estación fueron quince tortuosos minutos durante los cuales cada uno miró la carretera por una ventanilla.
Una vez en la estación, Edahi le  dio las maletas al encargado y revisó que todo estuviera correcto mientras yo esperaba sentada en una pequeña sala. Quedaban cinco minutos para que el tren partiera. Cuando terminó de hablar con el revisor, Edahi se quedó ahí plantado, mirando su billete. De repente, se giró con brusquedad y caminó hacia mí a grandes zancadas. Se acuclilló frente a mí y me miró, decidido.
-Escucha, Nadia. Me da igual que tú no me vayas a extrañar. No importa, yo extrañaré por los dos. Pero no voy a irme sin un último beso. Porque has sido lo mejor que me ha pasado, y no quiero que mi último recuerdo tuyo sea aquel en el que giraste la cara para no mirarme cuando te dije que te echaría de menos. Quiero recordarte en tus mejores momentos, con tu cámara, con tus descuidados moños. Quiero recordar tus caricias por mi espalda, tus sonrisas de medio lado, tus  cafés cargados por la mañana. No permitas que me olvide de todo eso.
Lo miré, con los ojos humedecidos por la emoción y sin saber qué decir. Pero él no esperó más y me agarró la cara, apoyando su frente contra la mía.
-Déjame llevarme este recuerdo, por favor. Es lo último que voy a pedirte.
Fui yo quien salvó la distancia entre nuestras bocas, con las lágrimas amenazando con desbordar mis ojos. Me abandoné en aquel beso, y lo mismo hizo él.
El sonido que anunciaba la última llamada para pasajeros nos interrumpió. Me acarició la mejilla una última vez, con dulzura.
-Te quiero. –susurró.
Se incorporó y me miró desde arriba con una sonrisa.
-¿Recuerdas cuando te dije que mientras trabajaba solía pensar mucho en que mi alma gemela podía estar en la otra punta del planeta? Ahora ya no tengo que preocuparme por eso. No me importa más eso de las almas gemelas. No sé qué eres exactamente, pero eres mucho más importante que cualquier alma gemela.
Tras una última y fugaz caricia en el labio inferior, Edahi se giró y echó a andar hacia el tren. Dos minutos después, el tren partió, dejando una espesa nube de vapor en el lugar donde antes estuvo él.
Pasaron un par de semanas. Seguí haciendo todo lo que solía hacer antes de que Edahi llegara, y volví a hacerlo sola, igual que hice cuando Aurea se marchó, cuando mi madre murió o cuando mi padre nos abandonó. Sin embargo, esta vez había una diferencia.
Esta vez, echaba de menos a Edahi. Muchísimo.
Pero, ¿y qué? Ya era tarde.

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