Pasaron
un par de meses. Las cosas entre nosotros iban, si era posible, a mejor. No sé
si me enamoré de él, porque no era algo que me hubiera pasado nunca antes y no
estaba muy segura de los criterios que debía seguir para saberlo. Lo único de
lo que estoy segura es de que lo quería
cerca de mí todo el tiempo, abrazándome, acariciándome, besándome, sonriéndome.
Lo que
quedaría bonito ahora sería decir que Edahi me cambió, que gracias a él soy
como soy. Pero sería mentir, y a mí me gusta ser siempre sincera. Es cierto que
Edahi cambió, en cierto modo, mi vida. Siempre que llega alguien a la vida de
una persona y esta empieza a pasar gran parte de su tiempo con él, algunas
cosas se ven forzadas a cambiar. Por lo tanto, supongo que Edahi sí cambió mi
vida. Sin embargo, yo seguí siendo la misma persona. Seguí adorando la soledad; por eso, de vez en
cuando, me iba sin decirle nada a pasear por el bosque. Él nunca me comentó
nada acerca de eso, pero creo que no le molestaba. Seguí siendo una persona
reservada que solía guardarse sus pensamientos para sí misma. Seguía siendo, en
definitiva, yo misma.
Edahi
pasó allí un par de años, viviendo conmigo. Lo invité a venirse a vivir a mi
casa para que pudiera ahorrar con mayor rapidez al ahorrarse el dinero del
alquiler. Yo sabía desde el principio que eso era lo que él quería: ahorrar lo
suficiente para poder darle a su familia una vida mejor en Cuba. Él nunca me lo
dijo, pero yo sabía que, en cuanto consiguiera dinero suficiente, se iría. Y
así fue.
Un día,
Edahi me llevó al río. Llevaba todo el día muy serio, y su sonrisa, tan
característica, apenas aparecía por su
cara. Nos sentamos en la hierba y él me miró fijamente en silencio.
-Ayer hablé
con mi madre. Mi hermana pequeña está muy enferma, y necesitan que regrese ya.
Sin dinero para comprar medicinas, morirá. El vuelo que he cogido sale dentro
de cuatro días.
Los dos
permanecimos en silencio un rato. Al cabo, él me atrajo hacia su pecho y me
abrazó con dulzura. Luego me besó, transmitiéndome su desesperación con cada
contacto. Y yo me dejé hacer, atascada en el pensamiento de que Edahi se iba de
mi vida, sin ser siquiera capaz de saber cómo me sentía respecto a eso. Luego
él me separó de sí mismo para mirarme a los ojos, con sus manos sobre mis
mejillas.
Y
entonces dijo las palabras. Aquellas que nunca querría haber escuchado.
-Te extrañaré.
Sé que
tendría que haber contestado. Tendría que haber dicho “Yo también te echaré de
menos”, pero no lo hice. Si lo hubiera hecho, le habría mentido. Porque yo
nunca echaba en falta a nadie. Edahi no me había cambiado.
El me
miró, expectante. Y yo aparté la mirada y me quedé mirando el tronco del árbol
más cercano, deseando lanzarme a sus brazos y refugiarme en el calor de su
piel. Pero me contuve. Tenía que hacerlo. “No seas idiota” me dije. “Él va a
irse, y tienes que aprender a continuar sin él. No lo necesitas, nunca lo has
necesitado. O eso decías…si era cierto, demuéstralo ahora.”
En
aquel momento, algo se rompió. Edahi no dijo nada más. Simplemente se levantó,
y tras murmurar que tenía que ir a trabajar, salió corriendo. Me quedé ahí,
mirando el agua que venía desde la montaña hasta que se hizo de noche. Cuando
volví a casa, descubrí a Edahi haciendo las maletas.
-Mi
hermana está peor, necesita ayuda médica urgente. He adelantado mi vuelo. Salgo
hacia Cuba mañana por la mañana. –dijo en un susurro sin siquiera levantar la
vista.
Asentí
ligeramente y huí hacia la cocina. Antes de cerrar la puerta, me pareció
escuchar un sollozo. Y juro que es el sonido más triste que he escuchado nunca
en mi vida. En aquel momento lo habría dado todo por consolarle e impedir que
el mundo escuchara de nuevo aquel angustioso lamento. Pero yo misma era la
causa de sus lágrimas. Así que apreté los puños y cerré la puerta.
A la
mañana siguiente, acompañé a Edahi a la estación de tren, donde tenía que coger
un expreso que lo llevaría hasta el aeropuerto de la gran ciudad más cercana.
El trayecto en taxi hasta la estación fueron quince tortuosos minutos durante
los cuales cada uno miró la carretera por una ventanilla.
Una vez
en la estación, Edahi le dio las maletas
al encargado y revisó que todo estuviera correcto mientras yo esperaba sentada
en una pequeña sala. Quedaban cinco minutos para que el tren partiera. Cuando
terminó de hablar con el revisor, Edahi se quedó ahí plantado, mirando su
billete. De repente, se giró con brusquedad y caminó hacia mí a grandes
zancadas. Se acuclilló frente a mí y me miró, decidido.
-Escucha,
Nadia. Me da igual que tú no me vayas a extrañar. No importa, yo extrañaré por
los dos. Pero no voy a irme sin un último beso. Porque has sido lo mejor que me
ha pasado, y no quiero que mi último recuerdo tuyo sea aquel en el que giraste
la cara para no mirarme cuando te dije que te echaría de menos. Quiero
recordarte en tus mejores momentos, con tu cámara, con tus descuidados moños.
Quiero recordar tus caricias por mi espalda, tus sonrisas de medio lado,
tus cafés cargados por la mañana. No
permitas que me olvide de todo eso.
Lo
miré, con los ojos humedecidos por la emoción y sin saber qué decir. Pero él no
esperó más y me agarró la cara, apoyando su frente contra la mía.
-Déjame
llevarme este recuerdo, por favor. Es lo último que voy a pedirte.
Fui yo
quien salvó la distancia entre nuestras bocas, con las lágrimas amenazando con
desbordar mis ojos. Me abandoné en aquel beso, y lo mismo hizo él.
El
sonido que anunciaba la última llamada para pasajeros nos interrumpió. Me
acarició la mejilla una última vez, con dulzura.
-Te
quiero. –susurró.
Se
incorporó y me miró desde arriba con una sonrisa.
-¿Recuerdas
cuando te dije que mientras trabajaba solía pensar mucho en que mi alma gemela
podía estar en la otra punta del planeta? Ahora ya no tengo que preocuparme por
eso. No me importa más eso de las almas gemelas. No sé qué eres exactamente,
pero eres mucho más importante que cualquier alma gemela.
Tras
una última y fugaz caricia en el labio inferior, Edahi se giró y echó a andar
hacia el tren. Dos minutos después, el tren partió, dejando una espesa nube de
vapor en el lugar donde antes estuvo él.
Pasaron
un par de semanas. Seguí haciendo todo lo que solía hacer antes de que Edahi
llegara, y volví a hacerlo sola, igual que hice cuando Aurea se marchó, cuando
mi madre murió o cuando mi padre nos abandonó. Sin embargo, esta vez había una
diferencia.
Esta
vez, echaba de menos a Edahi. Muchísimo.
Pero,
¿y qué? Ya era tarde.
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