viernes, 30 de diciembre de 2011

No cambiamos, aprendemos (I)

Soy una chica rara.
Siempre he sido así. Cuando era pequeña tampoco era del todo “común”. Mientras todas las niñas de mi edad jugaban con muñecas, yo aporreaba las cacerolas con una cuchara de madera y cantaba a pleno pulmón. Creo que no fui una niña fácil de criar. Era un auténtico torbellino, siempre corriendo de acá para allá con mi madre detrás, tratando de alcanzarme en vano. Mi energía no se agotaba nunca, pero la suya sí. Le provoqué canas a sus escasos veinticinco años. Mi padre, sin embargo, era un hombre muy fuerte y tranquilo al que le encantaba leer y pasear por el campo. Todos los domingos me llevaba al bosque, y nunca se cansaba de corretear detrás de mí. Nos abandonó cuando yo tenía ocho años, y ahí fue cuando me di cuenta de que era rara de verdad, lo que viene a ser “rara” en el sentido más literal de la palabra.
Porque yo, su hija, una niña pequeña que debido a su corta edad aún dependía de sus padres, no lo eché de menos. Se fue y apenas le dediqué un par de pensamientos, simplemente seguí revoloteando por todas partes, tan inquieta como me resultaba natural.
Los primeros años de mi adolescencia pasaron entre árboles y fotografías, ya que no tardé en descubrir que esta última era mi pasión. Cuando era pequeña, mi padre me sentaba sobre sus rodillas y me enseñaba viejas fotografías familiares. Yo las acariciaba con mis pequeños deditos y le preguntaba con curiosidad por los personajes de cada imagen. Cuando tenía unos trece años, le pedí a mi madre una cámara por mi cumpleaños, pero andábamos escasas de dinero y no nos lo podíamos permitir. Poco después empecé a trabajar limpiándole la casa a una señora mayor. Me agradaba aquel trabajo. La pobre señora no tenía ningún interés en darme conversación y me dejaba trabajar en paz. Su casa estaba llena de fotos, y a mí me encantaba observarlas e inventarme historias mientras quitaba la capa de polvo de su superficie y sacaba brillo al marco. La vieja no pagaba mucho, pero poco a poco conseguí el dinero suficiente para comprarme una cámara de segunda mano en muy buen estado. Y empecé a fotografiarlo todo. Al principio, la calidad no era muy buena, ya que era la primera vez que tenía una máquina como esa entre mis manos. Pero con el tiempo, mis fotos eren mejores y mejores.
Mi madre y yo nunca terminamos de entendernos. Ella nunca comprendió mi forma de ser, nunca  aceptó mi inquieta manera de ir de un lado para otro ni mi insaciable curiosidad ante cualquier cosa. Tampoco entendía que me gustara tanto pasear sola por el bosque. “Te vas a perder”, decía. “¿Por qué no sales por ahí con chicas de tu edad?” Por aquel entonces yo rondaría los catorce, y había intentado en numerosas ocasiones entablar conversación con alguna de las chicas de mi clase. Pero todas me parecían odiosas, y creo que el sentimiento era mutuo. “¿Cómo puedes pasear sola por el bosque? ¿Y si te ataca un lobo? Además, está todo lleno de barro y bichos… ¡qué asco!” Pronto me di cuenta de que mi mejor compañera era yo misma. Y no me molestaba en absoluto que fuera así; de hecho, me encantaba.
Rondaría yo los quince años cuando una chica nueva llegó al barrio. Se llamaba Aurea, y venía de la otra punta del país. El  primer día que llegó a su nuevo instituto, lo primero que hizo al entrar en la clase fue venir y sentarse a mi lado. Y es que las personas como yo sabemos reconocernos entre  nosotras, y ella era tan callada y reservada como yo misma. Realmente no sé cómo nos convertimos en amigas. Sólo sé que de repente ella venía conmigo a pasear al bosque, y que era capaz de caminar a mi lado en silencio. Miraba las fotos que tomaba, y cuando alguna le gustaba, me la pedía prestada. Días después, volvía con una pequeña historia con la que siempre lograba sorprenderme.
Tenía dieciocho años cuando, un par de semanas después de mi graduación, mi madre murió. Un cáncer que no se detectó a tiempo, ya sabéis. Organicé su entierro sin derramar ni una lágrima, y durante la ceremonia y el estúpido y carente de sentimiento discurso del cura, yo solo pude pensar en las fotos tan bonitas que podría haber tomado con la luz tan hermosa que había aquella calurosa mañana de junio. Puede parecer cruel, y tal vez lo sea. Pero así era yo, y no podía evitarlo.
Recogí todas sus cosas y las metí en cajas. Lo tiré prácticamente todo, excepto un par de cartas de hace una veintena de años y alguna que otra joya.  Me puse a trabajar. Aurea estudiaba Bellas Artes en una ciudad cercana, pero todos los fines de semana venía visitarme. Nunca supe por qué. Creo que me echaba de menos, y aquello me sorprendió. Pensé que sería como yo, pero al parecer me equivocaba. Porque ella sí necesitaba a algunas personas para ser feliz. Y yo no necesitaba a nadie.
Y entonces, algo cambió. Estaba a punto de alcanzar mis veinte primaveras cuando lo conocí a él. Se llamaba Edahi, y aquello ya decía mucho de él: viento. Él llegó a mi vida como una ráfaga de viento, y lo revolvió todo por los aires.

domingo, 25 de diciembre de 2011

Fucking perfect


Regresaba Julia a casa cuando se encontró con Eloy. Él estaba sentado en un banco frente a su portal, esperándola. Cuando ella lo vio, sonrió y se acercó, contenta, regalándole un suave beso en los labios como saludo.
-¡Iba a llamarte en cuanto llegara a casa, pero veo que te me has adelantado! –exclamó, de buen humor, mientras se acomodaba a su lado.
Él, sin embargo, la miró con seriedad.
-Tenemos que hablar.
Ella lo miró un momento y su sonrisa se diluyó.
-Algo me dice que no quiero tener esta conversación. –comentó, medio en serio medio en broma.
-Julia, hablo en serio. Tenemos que hablar.
-¿Hablar de qué?
-De él.
Ella resopló teatralmente, y algunos mechones de su flequillo se levantaron con su suspiro, dándole un aspecto de lo más cómico que no alteró ni un ápice la expresión de Eloy.
-¿Otra vez? Déjalo ya, Eloy. Él y yo solo somos amigos.
-Tú no has visto como te mira.
-Sí, debe ser eso. –dijo, divertida. Él la fulminó con la mirada y ella decidió que lo mejor sería seguirle el juego. -¿Y cómo me mira?
-Pues como yo.
Ella le dirigió un gesto inquisitivo y él resopló.
-No me obligues a explicártelo. Entiendes perfectamente lo que quiero decir.
-No, la verdad es que no. –dijo ella, fingiendo inocencia. Sin embargo, no pudo reprimir la sonrisa que se le escapó, delatándola. –Venga, dímelo.
Eloy sonrió y la atrajo hacia su pecho, dispuesto a complacerla, y le susurró al oído:
-Te mira como si fueras lo único que importara en el mundo entero, como si no existiera nada más. Como si fueras lo más hermoso que hubiera tenido la suerte de contemplar en toda su vida. Te mira como si el tiempo se detuviera cuando te ríes, para que así el sonido de tu risa permanezca eternamente en el aire. Como si una sola sonrisa tuya pudiera iluminar todo una sala. Te mira como si fueras su único motivo para seguir luchando, a pesar de lo difíciles que son las cosas ahora. Como si fueras las únicas fuerzas que le quedan.
Ella se quedó en silencio unos minutos, acurrucada, escuchando los latidos de su corazón.
-¿Hablabas de él cuando decías todo eso? –murmuró.
-La verdad es que no; hablaba de mí. Pero ya te he dicho que él te mira igual que yo. Sé que siente lo mismo, y no puedo culparle por sentirse así. Eres un jodido milagro, Julia. –dijo, besándola en la cabeza.
-No lo soy. Sólo soy una chica normal. –le contradijo ella, emocionada.
-Que seas así, tal y como eres, es más que suficiente.

domingo, 4 de diciembre de 2011

Cambios

Hace tiempo que Celeste no está bien. El brillo de sus claros ojos azules se ha apagado, y su sonrisa ya no brilla como antes. De pequeña era una niña muy golosa, siempre con la cara pringada de chocolate. Pero desde que ha llegado al instituto las cosas han cambiado. Ha dejado de comer como hacía antes y ha bajado de peso rápidamente y de forma muy alarmante. Todo el mundo se ha dado cuenta de lo mucho que ha cambiado. Sus padres han sospechado lo que ocurría durante una temporada, y el médico no ha tardado en confirmarlo. Ha sido duro para ellos ver como su pequeña, la niña que siempre iluminaba cualquier sitio en el que estuviera con su alegría, se ha ido consumiendo poco a poco. Pero lo más difícil de todo ha sido ver cómo su sonrisa, que antes apenas era capaz de ausentarse de su rostro, ahora apenas tiene fuerza para aparecer.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Errores


-¡Cállate! ¡No sabes lo que dices, no tienes ni puta idea! ¡Cállate! Te odio, te odio, te odio. ¡Te odio!
Esas fueron tus furiosas palabras. Juro que jamás te había visto así: tenías las mejillas rojas, los puños apretados y los labios fruncidos. Tu largo pelo estaba revuelto y enredado por la furia con la que lo habías agarrado. Me mirabas con el cuerpo tenso y un brillo asesino en los ojos que me acongojó más que ninguna otra cosa. Parecías a punto de saltar sobre mí.
Pero ya se sabe: el orgullo masculino juega malas pasadas. Y a veces, te hace cometer errores irreversibles.
-¿Callarme? ¡Joder, no me digas que me calle! Puedo decir lo que me dé la gana, esta es mi casa y son mis reglas. Si tanto me odias, márchate. ¡Sí, márchate! ¡Ya era hora de que te fueras! Nadie va a echarte de menos; sólo eres una pobre desgraciada. Nadie te quiere aquí. Vete, si es lo que quieres. ¿A qué esperas? ¡Venga, vete! ¡Vete!
Me arrepentí en cuanto lo dije, y tú lo sabías. Claro que lo sabías, me conocías bien; demasiado bien. Pero ya se sabe: el orgullo femenino también juega malas pasadas.
Cerré los ojos y me mordí los labios, llevándome las manos a la cabeza.
-No. No, sabes que no era eso lo que quería decir. No…
No abrí los ojos a tiempo de verte desaparecer, pero sí que estuve a tiempo de escuchar el portazo tras tu espalda.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Que cuando ella pasa por debajo del cielo solo el tonto mira al cielo

Él la amaba en silencio, y no era el único. Su largo pelo negro, su tierna sonrisa y el brillo de sus ojos habían cautivado a más de uno. Pero para él era más duro que para ninguno. Porque si el resto se habían enamorado de sus labios o de su risa, él se había enamorado de su forma de saludar por las mañanas, de su forma de fruncir el ceño cuando no entendía un problema de matemáticas, de su forma de quitarle el chupachups y soltar una carcajada, de su forma de contradecirle cuando no concordaba con él en algo. Y también de sus “gracias por aguantarme cada día” o de sus “no puedo creer que aún sea martes”. 
Él no soportaba escuchar en boca de otros lo maravillosa que era. “Mira sus ojos. Mira su pelo. Mira cómo camina, cómo sonríe…” Porque ellos no tenían ni idea.
Porque él amaba cada pequeño e insignificante detalle. Habría sido capaz de hacer un mapa de ella incluso dormido. Porque habían pasado casi catorce años desde aquel día en el jardín de infancia en el que ella le dijo: “eres mi mejor amigo”. Y porque desde entonces, cada día había descubierto algo nuevo sobre ella. Tenía un lunar en el lóbulo de la oreja derecha. Cuando se reía mucho, se le formaban arruguitas en los ojos. Se mordía las uñas cuando algo absorbía toda su concentración. No sabía atarse las zapatillas en condiciones, lo hacía al revés que todo el mundo. Adoraba todos los complementos excepto los pendientes, que le provocaban alergia. Cuando andaba por la calle iba mirando a su alrededor, como un niño que veía el mundo por primera vez. Llevaba calcetines dispares; decía que le traían buena suerte. Cuando escuchaba música por la calle, articulaba con los labios la letra de las canciones, y sonreía a la gente que la miraba extrañada. Cuando estaba triste cerraba los ojos bien fuerte, esperando que al abrirlos todo volviera a estar bien, y cuando no era así, decía con un suspiro “por intentarlo…” y se echaba a los brazos de él, de su mejor amigo.
 “Razones, tenemos todos. Pero yo, muchas más que vosotros”.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Todo lo que podríamos haber sido tú y yo si no hubiésemos sido tú y yo unos cobardes

Ella pasa por delante del videoclub, como todos los días. Él está apoyado en la puerta del mismo, como todos los días. Como todos los días, él le dedica la mejor de sus sonrisas mañaneras. Como todos los días, ella le corresponde con otra.
Luego, ella sigue andando, alejándose de él. Él busca desesperadamente en su interior el valor suficiente para ir tras ella. “Me gusta tu gorro”, desea decirle. Pero no lo encuentra. Ella trata de echarle agallas para detenerse y decirle cualquier cosa, lo que sea, con tal de oír su voz. “Quiero ver la película que anuncian en ese cartel” o “odio los lunes” le sirven.
Ella quiere saber su nombre. Puede parecer estúpido, pero no lo sabe. Sólo sabe el mote por el cual lo llaman sus amigos, pero ella quiere saber más que eso. Quiere saber cuál es su grupo de música favorito, la cosa sin la cual no podría vivir y su sabor de Sugus preferido. Quiere saber cómo se siente al acariciar su piel. Quiere saber si él sabe su nombre. Quiere saber a quién espera ahí apoyado cada mañana.
Él quiere saber si ella sabe su nombre. Quiere saber cuál es su postre favorito, qué película le hace llorar y cuál es su mayor sueño en la vida. Quiere saber por qué siempre lleva un gorro, indistintamente de la época del año. Quiere saber el número exacto de lunares que tiene su cuerpo. Quiere saber por qué anda siempre tan rápido al pasar; saber si es porque alguien la está esperando.
Una mañana de invierno, ella pasa frente a él, como todos los días. Y como todos los días, él le sonríe, y ella le sonríe de vuelta. Luego, sigue su camino. De pronto, una juguetona ráfaga de viento le arranca el gorro de la cabeza. Ella echa a correr tras él, pero el viento lo eleva en el aire, fuera de su alcance. Y súbitamente, el vendaval se extingue tan rápido como empezó. El gorro cae al suelo entre ambos. Ellos lo miran. Y entonces, el da un paso. Y otro. Y luego otro. Lo coge y avanza hacia ella, viendo sus ojos avellana de cerca por primera vez. Se detiene a un paso, deseoso de salvar esa distancia con una caricia en su sonrosada mejilla. Pero no lo hace. En lugar de eso, estruja el gorro entre sus manos y se lo tiende. Ella, temblorosa, lo recoge, rozándolo con la mano sin querer queriendo. Él se estremece por dentro con ese simple contacto. Ella cierra los ojos, sobrecogida.
-Gracias. –susurra.
-No hay de qué, Claire. –contesta él.
Ella sonríe. Él cree que se va a derretir cuando se da cuenta de que su sonrisa es aún más bella de cerca. Sin dejar de sonreír, ella se da la vuelta para irse. Da un paso. Suspira. Revuelve en su interior, buscando su valor. Da otro paso. Y entonces, lo encuentra. Se gira. Él aún la está mirando.
-¿Esperas a alguien?
-No.
Ella ríe. Él piensa que su risa es el sonido más bonito del mundo.
-¿Y piensas seguir parándote aquí a esperar a nadie, todos los días a la misma hora?
-Sí. Mientras tú sigas pasando por aquí todos los días a las ocho y veintiuno, aquí estaré.
Y entonces fueron felices, excepto que no lo fueron. Porque aquello nunca pasó. Porque ella nunca se giró para preguntarle a quién esperaba, y él nunca le dijo que le gustaba su gorro.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Ma vie sans moi


Llueve.
El cielo es de un bello color azul oscuro. Las nubes se ciernen sobre  mi cabeza. Llueve. Pic, pic, pic. Me mojo. Y no me importa. ¿Qué más da? Tú no estás.
Llueve más fuerte.
Me mojo más aún. Y no me importa. ¿Qué más da? Tú sigues lejos.
Llego a casa.
No encuentro las llaves; no puedo entrar. Y no me importa. ¿Qué más da? La casa está desnuda desde que te fuiste.
Un vecino pasa y me mira.
Le grito que se largue; él me mira escandalizado. Y no me importa. ¿Qué más da? No estás aquí para sacarme una sonrisa y calmar mi mal humor.
Se hace de noche.
Me siento en el rellano. Tengo frío. Y no me importa. ¿Qué más da? Tendré que acostumbrarme al frío, ya que no me ha abandonado desde que te fuiste.
Las paredes se me caen encima.
Salgo a la calle, y miro mi buzón. Una postal. Tuya. Y no me importa. ¿Qué más da? Sé que en ella no dices que volverás.
Llueve.
Y lloro.
Mis lágrimas se mezclan con la lluvia. Y no me importa. ¿Qué más da? No vendrás y me las quitarás de la cara como hacías antes de marcharte.
Llueve.
Y sí me importa. La lluvia no es nada si no estás conmigo. Yo no soy nada si no estás conmigo.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Memories


Caminé con decisión por la arena hasta llegar a la orilla. Me senté un poco más lejos, evitando  así que el agua me mojara los pies. Coloqué el libro sobre mis rodillas con cuidado y observé la desgastada tapa, las filigranas doradas que rodeaban el marco, los dibujos que contaban historias, que mostraban secretos, que susurraban palabras. Las letras que se entrelazaban y formaban el título del libro: “Veinte poemas y una canción desesperada”. Las acaricié con la yema de los dedos, con cuidado, con cariño, con ternura. Después, abrí el libro por la primera página. Aquellos poemas estaban escritos sólo para mí, de su puño y letra. Ahí estaban, con su estilizada caligrafía, para que yo los llevara siempre conmigo. Empecé a leer, y ya no me detuve hasta el final. Con cada verso, una lágrima, una sonrisa, un suspiro. Cada palabra desprendía su olor, solo el de él y el de nadie más. Su esencia estaba atrapada entre las páginas, y yo me alimentaba desesperadamente de ella. Uno tras otro fueron sucediéndose todos los poemas, y con ellos vinieron a mi mente todo tipo de recuerdos  y momentos. Aquellas vacaciones solos los dos, nuestros fines de semana en la caseta de la montaña, nuestras tardes en la playa contemplando el atardecer, nuestras conversaciones bajo las estrellas. Los recuerdos se escondían tras las estrofas, esperando a que yo los descubriera. Y yo los fui encontrando, uno por uno, y los acogí entre mis brazos con dulzura, como si fuéramos viejos amigos.
No sé cuánto tiempo estuve allí, leyendo. Cuando llegué al final, empecé de nuevo por el principio.  Al llegar a mi poema favorito, las lágrimas me impedían ver las letras. Aparté el libro un momento y alcé la mirada. El sol se estaba poniendo. Hacía ya cien días que contemplaba el atardecer sola. Él se había ido. “Estaré aquí de nuevo para pasar nuestro día juntos” había dicho. Pero no lo había hecho. Él no estaba allí conmigo aquel día, aquel que era tan especial para nosotros. No estaba. Había roto su promesa.
Dejé el libro sobre la arena y me levanté. El viento me alborotó los cabellos y sacudió las páginas del libro con violencia. Una hoja salió volando en aquel momento. Y después otra, y otra. Aterrada, eché a correr tras ellas. Las hojas se separaban del libro, una tras otra. El viento se las llevaba, volando, flotando, lejos. La arena de la playa las acompañaba, mientras yo corría detrás de mis poemas.