lunes, 17 de diciembre de 2012

Condenados

Tú y yo lo fuimos desde el principio.
Una puta causa perdida, de esas en las que te dejas la piel solo por el afán masoquista de perder hasta las ganas de seguir latiendo.
En mi caso, me dejé la piel, el orgullo, las sonrisas y un montón de dinero en tabaco y Ballantines que bien podría haber invertido en comprar un billete a la India y escapar de ti.
Excepto que no quería irme a ninguna parte.
Lo primero que pensé cuando te vi ahí plantada esperando al autobús en pleno enero, fue que la vida tenía que ser muy perra para que tú estuvieras ahí pasando frío con la de espacio que había en mi cama para ti.
Y luego vino todo lo demás. Tu nombre y el mío grabados en los lavabos del cine. Un par de tazas de café negro, como nuestro futuro. La marca de tus dedos en mi mejilla una media de dos veces por semana, cada vez que te decía lo plano que era tu pecho.
Porque nos gustaba demasiado hacernos daño, pero al mismo tiempo seríamos capaces de tirarlo todo solo por no hacernos sufrir.
Las causas perdidas es lo que tienen. Huelen a fracaso. Saben a derrota. Duelen con locura.