Tú y yo lo fuimos desde el principio.
Una puta causa perdida, de esas en las que te dejas la piel solo por el
afán masoquista de perder hasta las ganas de seguir latiendo.
En mi caso, me dejé la piel, el orgullo, las sonrisas y un montón de
dinero en tabaco y Ballantines que bien podría haber invertido en
comprar un billete a la India y escapar de ti.
Excepto que no quería irme a ninguna parte.
Lo primero que pensé cuando te vi ahí plantada esperando al autobús en
pleno enero, fue que la vida tenía que ser muy perra para que tú
estuvieras ahí pasando frío con la de espacio que había en mi cama para
ti.
Y luego vino todo lo demás. Tu nombre y el mío grabados en los lavabos
del cine. Un par de tazas de café negro, como nuestro futuro. La marca
de tus dedos en mi mejilla una media de dos veces por semana, cada vez
que te decía lo plano que era tu pecho.
Porque nos gustaba demasiado hacernos daño, pero al mismo tiempo seríamos capaces de tirarlo todo solo por no hacernos sufrir.
Las causas perdidas es lo que tienen. Huelen a fracaso. Saben a derrota. Duelen con locura.