Edahi
dejó a su familia en Cuba para venir en busca de trabajo y un mejor nivel de
vida, y el destino, o la casualidad, quiso que lo encontrara en la misma
cafetería en la que yo trabajaba desde hacía casi un año. En menos de dos
semanas se había metido a todos nuestros compañeros y a los clientes en el
bolsillo gracias a su deslumbrante sonrisa y a su adorable forma de ser. Yo
apenas había cruzado un par de palabras con él, pero su forma de ser me fascinaba.
Además era hermoso, hermoso de verdad. La semana que empezó a trabajar, pasé
todos mis ratos libres observándolo. Su piel era de un color marrón canela
precioso, y tenía unos grandes ojos color chocolate que refulgían cuando
sonreía. Lo primero que me llamó la atención de él fue que me recordó a mí misma
en su forma de mirar el mundo como si lo viera por primera vez. Aunque
probablemente, en su caso era así. Porque era la primera vez que veía un
paisaje urbanizado, con coches y fábricas, sin naturaleza por todas partes. Por
eso no tardé en encontrármelo en el bosque. Supongo que aquello era lo más
parecido a su hogar que había en aquella ciudad.
La
primera vez que hablé con él fue en la cafetería. Cuando llegué por la mañana, él
me saludó con su habitual y resplandeciente sonrisa. Le sonreí de vuelta, y me
disponía a marcharme al vestuario para ponerme mi uniforme cuando él me detuvo.
-Nadia,
espera. Ayer encontré esta foto. ¿Es tuya? –dijo con su adorable acento del
sur.
Me la mostró,
y a mí se me cayó el alma a los pies. Porque en la foto aparecía él, de perfil y
con la mejor de sus sonrisas. Era un primer plano, y sus dientes casi
resplandecían por su extrema blancura. Sus pestañas se recortaban contra el
fondo, negras y larguísimas. La foto era preciosa, y yo estaba muy orgullosa de
ella. La había hecho la semana pasada, durante uno de mis descansos. Se me
debía haber caído del bolso.
Sé que
debería haber reaccionado con rapidez, pero no estaba acostumbrada a ese tipo
de situaciones. Simplemente miré la foto fijamente durante lo que pareció una
eternidad. Luego, alcé la mirada lentamente. Sus ojos marrones me sonreían con
amabilidad.
-Ten. –dijo,
tendiéndomela. –Tienes mucho talento, ¿sabes? En esa foto parezco un modelo de
esos que salen en las revistas.
-Eso no
es mérito mío. Podrías ser modelo. –afirmé. Me di cuenta de lo que había dicho
cuando ya era demasiado tarde. Ya he comentado antes que no estaba acostumbrada
a ese tipo de situaciones. Avergonzada, cogí la foto y me marché al vestuario
atropelladamente.
Cuando
después de eso me lo encontré en el bosque, lo evité a toda costa. Estaba
avergonzada, muy avergonzada. Pero por alguna razón, cuanto más lo evitaba, más
me lo encontraba. Y él siempre llevaba esa estúpida sonrisa pintada en la cara.
Y cuando me veía, su sonrisa parecía ensancharse más de lo que yo habría considerado
posible.
La
primavera dio paso al verano. Un caluroso día de mediados de junio yo paseaba
por el bosque, cámara en mano, cuando lo vi en un claro. Traté de volverme
antes de que se diera cuenta de mi
presencia, pero él ya me había visto y me llamaba para que me acercara.
Aún
estaba a varios metros cuando me di cuenta de que algo no iba bien. Su
imborrable sonrisa…se había borrado. Sus ojos brillaban, preocupados, y su boca
formaba una mueca de disgusto. Sobre sus rodillas descansaba un pequeño conejo
negro que parecía herido.
-Nadia.
–saludó cuando me acerqué. –mira, acabo de encontrarlo. Lo ha atacado un lobo.
Pobrecito, está sufriendo. Ayúdame. Por favor.
No sé
qué fue. Puede que fuera el hecho de que la única vez que lo había visto
preocupado desde que lo conocía hubiera sido por algo que no le afectaba en
absoluto. Puede que fuera su manera de decirlo, como si realmente le fuera la
vida en ello. Puede que fuera la pasión que rezumaba su voz cuando dijo “por
favor”. El caso es que me descolgué la mochila y saqué un pequeño kid de
pequeños auxilios que siempre llevaba conmigo para casos como aquel.
Un rato
después el conejo descansaba, aliviado, sobre el regazo de Edahi mientras
nosotros nos sentábamos a la sombra de un gran sauce.
-¿Cómo
sabías lo que tenías que hacer para curarlo? –le pregunté mientras le daba un
trago a la cantimplora.
-Estoy
haciendo un curso de medicina y primeros auxilios. Algún día me gustaría ser médico.
–contestó mientras acariciaba con ternura a la criatura. Distraídamente, agarré
la cámara y le hice una foto.
-Qué
bonita. –murmuré cuando la vi en la pantalla.
-Como
tú. –susurró él. Alcé la cabeza. Edahi me miraba con intensidad. No sonreía,
pero todo en él rezumaba ternura.
Aparté
la mirada, cohibida. Permanecí callada y miré fijamente la pantalla de la
cámara, pasando las fotos hacia atrás. Vi de reojo como Edahi sonreía y
observaba las fotos por encima de mi hombro.
-Oye,
qué bonita es esa. –dijo en cierto momento. Era una foto de Aurea. Su negra
silueta se recortaba contra un cielo azul y pequeñas pinceladas de nubes.
-Gracias.
–contesté. Incluso me permití una sonrisa.
-¿Quién
es? –quiso saber.
-Es
Aurea.
-No la
he visto por aquí.
-No,
solo viene algunos fines de semana. Está estudiando Bellas Artes en una ciudad
cercana.
-Debes
echarla mucho de menos.
No
contesté inmediatamente. Levanté la vista. Edahi me observaba con los ojos
entrecerrados.
-Claro.
–dije al fin. No sé por qué dije eso. No era cierto, apenas pensaba en Aurea
durante la semana. De hecho, últimamente, apenas pensaba en nada que no fuera
él.
-¿Por
qué no estudias Bellas Artes tú también? Tienes mucho futuro como fotógrafa.
-Porque
no tengo dinero suficiente. Con el sueldo de la cafetería apenas llego a pagar
todo lo necesario para vivir.
-¿Y tu
familia?
-No tengo.
Mi madre murió hace ya un par de años, y mi padre se largó cuando yo era una
niña. Así que ya ves, no tengo más remedio que cuidarme yo sola.
-Te
entiendo perfectamente.
Los
ojos de Edahi reflejaban una compasión que no me gustó. No necesitaba su compasión,
ni mucho menos su comprensión.
-Oye,
¿sabes qué? No necesito que me entiendas. De hecho, no creo que lo entiendas.
Tú tienes una familia a la que sí echas de menos. Yo, sin embargo, no echo de
menos a la mía. Estoy mejor sola.
Él me
miró con desconcierto. Contuve las ganas de pegarle un guantazo y me levanté.
-Tengo
que irme. Nos vemos mañana.
-Nadia,
espera.
Pero no
le hice caso. Me di la vuelta y eché a andar en dirección a casa. Oí cómo Edahi
corría detrás de mí y me pregunté que habría hecho con el conejo.
-Nadia.
Finalmente,
Edahi me alcanzó y me agarró del brazo, reteniéndome. Traté de soltarme, pero
era más fuerte que yo. Dejé de forcejear y lo miré.
-¿Sí?
–pregunté, haciendo acopio de paciencia.
-No te
enfades, por favor. Yo… me siento muy solo aquí. Extraño a mi familia. Y tú te
pareces tanto a mí…amas la naturaleza, el bosque, como yo. Yo solo pensé que
podríamos ser amigos.
Lo miré
a los ojos durante una eternidad.
-No
entiendo por qué quieres que seamos amigos. Ya habrás oído lo que dicen de mí
en la cafetería, sobre lo arisca y solitaria que soy. ¿Para qué ibas a querer tener
a una persona así por amiga?
Edahi
sonrió y, ante mi sorpresa, alzo la mano y me acarició la mejilla con ternura.
-Yo no
creo que seas así. Lo que ocurre es que ellos no te entienden.
Me
quedé petrificada mientras su mano acariciaba mi mejilla y las puntas de sus
dedos esparcían una agradable sensación de frescor sobre mis sonrosadas
mejillas.
Y de
repente, se inclinó hacia mí y me dio un beso en la mejilla.
-Gracias
por ayudarme con el conejo. –Dijo contra mi oído. Luego se alejó un poco, y
tras dirigirme una última sonrisa, se marchó.
Me
quedé ahí, mirando mientras se alejaba. Entonces, agarré la cámara que colgaba
de mi cuello y le hice una foto antes de
que doblara la esquina.
Me volvió a encantar esta historia, desde la entrada anterior que me atrapo no voy a dejar de leerla! Y respondiendo la entrada anterior, de verdad que pensé que era tu propia historia, muy real escribir, eso me gusta! Fijate que a mi novio le vivo contando cosas que leo y le conté la entrada anterior como si de verdad te hubiese pasado, wow! que lindo. Felicitaciones y segui escribiendo que me encanta! Besotes y feliz comienzo de año.
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